Depresión de una Estrella

Capítulo I: La peor noticia del mundo

Un día antes del accidente.
            Nací en Caracas, Venezuela, un veintidós de septiembre. Vivía con mi papá, con mi madrastra, Pilar, y con mi hermana de diez años, María de los Ángeles; en una casa relativamente grande. Nuestra posición económica era excelente, comparada con la del resto del país.

            Era primero de julio y estaba aburridísima, porque acababan de empezar las vacaciones escolares. Tomaba un sorbo de mi bebida achocolatada mientras investigaba sobre las estrellas por internet, la astronomía era mi tema favorito, de hecho, pensaba seriamente estudiarlo en la universidad.

Mi padre me había citado en la sala luego de desayunar y ahí estaba, esperándolo. Percibí unos fuertes pasos y el sonido del tacón de un zapato de vestir, definitivamente era él.
—Hola, papá, bendición—junté mis manos como si fuera a rezar.

En Venezuela teníamos (y aún seguimos teniendo) la costumbre de pedirle a nuestros familiares que nos bendigan en nombre de Dios y, en los católicos como yo, también en el de la Virgen María.

—Dios y la Virgen te bendigan—respondió—. Sol, tengo algo importante que decirte. Es complicado, pero mereces saberlo, ya tienes quince años.

—¿Qué? —exclamé—. Suena aterrador. 

—Para nada—me tranquilizó—. Es de tu madre.

¿Mi madre? En mi corta de edad, papá no había pronunciado esa palabra. No sabía ni como se llamaba, ni de donde era y mucho menos por qué nos abandonó.

Alejó la silla de la mesa para tomar asiento.

—Ella es de Chacao—suspiró en derrota.

—¿Chacao? Es decir, ¿de aquí de Caracas?

Asintió con la cabeza.

No me dio muchos detalles de su relación. Solo dijo que se marchó al interior del país cuando yo nací, no quería la responsabilidad de un hijo. Sin embargo, lo volvió a contactar diciéndole que se acercara a Barquisimeto, Lara, (para ahorrarse el viaje hasta Caracas) y así poder conversar de mí, deseaba conocerme y pedirme perdón por los años de ausencia. Lo más extraño de todo esto es que yo portaba su apellido, pero nunca me mostraron un acta de nacimiento y tampoco me interesó tenerla.

Él se iría de noche, porque le parecía más cómodo. Siendo sincera me iba a hacer falta verle por la mañana, sus profundos ojos verdes eran mi motor de energía. Por otro lado, María de los Ángeles tenía permiso de dormirse tarde, así que haríamos una fiesta en pijamas.

***
—A ver, a ver, Sol, no me mientas.

—Ángeles, ya te dije que no tengo novio. Tú y yo estamos muy pequeñas para hablar de eso. Por favor, no continúes con ese tema o se lo tendré que decir a Pilar.

—¡Aburrida!—bufó.

Pilar conversaba conmigo sobre el enamoramiento y los cambios físicos de mi cuerpo, sin embargo, María de los Ángeles era aún muy pequeña para hablar de eso.

El sueño me dominaba, apenas eran las diez de la noche. No me contuve y cerré mis ojos. Dormí, dormí más temprano de la hora prevista.

***
            Acababa de despertar. Bostecé y estiré mis brazos. Luego de unos cinco minutos debatiendo si me levantaba o no, me dirigí a la cocina, porque tenía hambre.

            El camino en los escalones parecía una eternidad, bueno, probablemente era porque estaba un poco dormida. Me impresioné al ver la hora, eran las cuatro de la mañana.

            —¿Pilar? —pregunté, incrédula—. ¿Tú en la cocina a esta hora?

            Mi madrastra, Pilar de Fuentes, era venezolana, específicamente de la isla de Margarita. Su iris era marrón al igual que su cabello, media aproximadamente 1,60m.

            No me había dado cuenta de que sus ojos estaban cristalizados y su nariz estaba roja. El maquillaje corrido por el llanto, la hacía ver mal, muy mal.

            —Sol—pronunció mi nombre. Su voz estaba rota—. T... tu padre, falleció.

            Esa mujer sabía muy bien hacer bromas.

           —¿De qué hablas, Pilar? —no le quería creer.

            —Me enteré hace dos horas‒se sonó la nariz con un pañuelo blanco—. Iba en la carretera y de repente... unos hombres armados le dispararon en el corazón.

            Sentí que mi mundo se desmoronó. La mujer debía estar mintiendo... ¿mi padre muerto? Solo tenía treinta y nueve años.

            Lágrimas corrían por mis mejillas y todo se veía borroso. En mi estómago habitaba un nudo imposible de romper. Quería gritar con todas mis fuerzas y comprobar que era una broma. Mi compañero, mi mejor amigo, mi confidente, la persona que me guiaba; estaba muerto... muerto. ¡No podía ser posible!

            —¿Estás jugando? —mi voz se quebró—. Si estás jugando, te juro que no te perdonaré.

            —¿Cómo jugaría con eso? —resopló—. Ahora mismo voy a la morgue a la identificación del cuerpo.

            —Voy contigo, debe ser mentira—afirmé.

            ‒Sol, eso es muy doloroso... no te llevaré.

            Lloraba, lloraba y mucho, en esos momentos de tristeza siempre me consolaba mi papá, pero ahora que ya no estaba. ¿Quién lo haría?

            Era mi papá, tengo el estúpido derecho de ir—dije por primera vez una mala palabra.

            Se asombró.

            —Bien, cámbiate de ropa y nos vemos.

            —Sí—asentí.
            *** 
—¡No!—grité—. ¡Mi papá, no!  

Después de todo, Pilar tenía razón. Ver el cuerpo de mi papá sin vida, recostado en una camilla, a punto de ser metido en una caja, no es fácil.

            Tocaba cada facción de su rostro y abrazaba lo que quedaba de él. Fue muy triste sentir su piel fría, esa piel que antes era tan caliente y suave, ahora era tiesa e inerte. Esa horrenda sensación quedaría grabada en mis manos para siempre.

            Veía específicamente sus ojos cerrados y me di cuenta de que no volvería a ver su iris verde. Y mucho menos me miraría con amor y me llevaría a sus brazos diciéndome que todo iba a estar bien. A partir de ese momento, cada parte de él estaba en estado de putrefacción.




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