¡Ya por fin estaba en casa!
Temía de ir a visitar a Gabriel, quien cumplía estricto reposo en su habitación.
Afortunadamente no pasó a mayores, pero era inevitable que le quedara una cicatriz en su brazo izquierdo para siempre. Bueno, por lo menos estaba con vida, aunque me era imposible dejar de culparme.
Estuve investigando un poco sobre la estética de cicatrices por pistolas. La bala no rozó en su totalidad a Gabriel, así que, quizás, no le quedaría una herida muy grande.
La vergüenza no me dejaba salir de mi cuarto, ¿y si su mamá me culpaba de algo? Porque en sí, yo tuve la culpa. Si le hubiese hecho caso, nada pasaba. Puedo decir que la prepotencia, lleva a la desavenencia y la desavenencia al fracaso.
Desconocía la razón de mi miedo a estar sola con él. Creo que temía a que reflexionara y se diera cuenta de que una persona tan problemática como yo, no merecía ni ser su amiga ni su conocida ni la hija de su sirvienta. También, temía a que me dijera que no podíamos tener una relación en el futuro. O que me despidiera de su vida, utilizando el recurso que todas odian: ser ignoradas.
"Quiero verlo es mi único amigo" me sumergí en mis pensamientos.
Obviamente, había eliminado la aplicación de citas de mi celular, no quería más inconvenientes. Entendía a la perfección que no debía generalizar pero no podía arriesgarme de nuevo. Si la primera vez el chico que me tenía loca salió herido y el de la cita terminó muerto; la segunda vez, era impensable.
Dieron leves golpes a la puerta de mi habitación y yo autoricé la entrada.
Era mi mamá, al verme me regaló una sonrisa de oreja a oreja y se la devolví.
—Hija, tenemos que hablar—tomó asiento en el pequeño sofá, al mismo tiempo que asentí con la cabeza.
—Sol, ¿en serio te irás a Caracas? ¿Me dejarás sola? —no pude definir que
expresaban sus ojos, tal vez culpa y tristeza.
—Mamá, tengo que hacerlo... está la compañía, Pilar y Ángeles. Y tú trabajas
aquí...
—Bien, luego lo debatimos, ¿sí? —me interrumpió.
—Como quieras‒acepté.
Suspiró y orientó su mirada al piso.
—Mi amor‒se dirigió a mí, por primera vez, con esa palabra—. No vine solo por
eso, hay..., hay algo que debo contarte—daba muchas vueltas al hablar.
—¿Qué? —fruncí el ceño—. Me confundes.
Se acercó a mí. Entrelazó mis manos en las suyas y dejó un cálido beso en mi frente.
—Tengo novio—rió—. Sé que es la mayor estupidez, pero...
—Mamá, no. Tienes derecho a ser feliz.
Se sentó en la cama. Comenzó a llorar, se estaba desahogando conmigo. Nunca me sentí tan importante. Sonreí ante tal acto, sequé sus lágrimas una a una.
—Él es amigo del papá de Gabriel. Está casado. Ayer cometí un error al ir a su
casa.
Si era amigo de la familia Campos, era sinónimo de dinero. Ahora la información hacía clic en mi cabeza, ya sabía de donde salió el traje caro de mamá, o ese fuerte perfume que impactó mi nariz. No la juzgaría, era una mujer bonita y soltera. El gran problema por el que pasamos todos los seres humanos, es que nos enamoramos de la persona incorrecta.
—Su mujer me sacó a golpes, y ¿sabes que hizo ese cobarde? Negó conocerme. Le dijo a su familia que era una loca; cuando él mismo me invitó a ese lugar, con la excusa de que ella no estaba.
Sentí un poco de rabia, aunque no éramos muy amigas y ella se lo buscó; era mi madre, lo que le pasara me dolía. En el tiempo que llevábamos juntas deduje que era parecida a ella, así que, si de verdad lo quería, no pasaría una semana para que lo volviera a ver.
—No te merece, mami—le traté con cariño—. Déjalo que crea que ganó, ese ignorante, no sabe a la clase de mujer que perdió.
Quería decirle a Gabriel para hacer algo, pero ¿qué podríamos hacer? Pensándolo bien, ¡no!, ellos eran una pareja, sus problemas tenían que resolverlos solos.
—Gracias—susurró—. Me hiciste sentir mejor—secó las lágrimas que le quedaban.
—De nada—sonreí.
—Bueno, me voy a trabajar, besos—se fue y cerró la puerta, dejándome en
completa soledad.
La imagen de Gabriel volvió a mi mente. Allí me di cuenta de que todo en él era perfecto. Ya no había remedio, entró a mi corazón y, ahora, era muy difícil sacarlo. Me aterraba la idea de no verle de nuevo, así que tenía que decidir entre quedarme en Mérida o regresar a Caracas.
"Sol, tú eliges" dijo mi subconsciente ". ¿Vas a tu ciudad natal a reclamar la empresa de tu padre que está en manos de gente capacitada? ¿O te quedas aquí con el amor?"
La decisión era confusa, me aterraba que el chico no me prestara atención. ¡Me iba a volver loca! ¡Ah!
Una uniformada entró a mi cuarto, sin siquiera tocar. Se miró en mi espejo y recogió su cabello en una cola de caballo. Sonrió y se volteó.
—Sol—pronunció mi nombre—. El joven Gabriel quiere verte, dijo que te extrañaba y que te necesitaba.
Me ruboricé. Quería explotar de felicidad. ¿Verme? ¿En verdad quería verme? Por un momento creí que era una persona importante en su vida. Creí que era indispensable... ¡ah! Moría de amor por él.
—Voy—salí.
El camino hasta su habitación se me hacía una eternidad. Había muchos cuadros viejos, de hecho, parecían un poco extraños. Me detuve a detallar algunos. Inmediatamente los reconocí: la habitación de Vicent en Arles y la noche estrellada sobre el Ródano, ambos de Van Gogh. Casi llegando a mi destino, estaba el autorretrato de Frida Kahlo. ¡Guao! Esta gente era fanática de la pintura, al igual que yo.
La puerta estaba abierta, así que entré sin pedir permiso. Se me partió el corazón al verlo recostado en una cama, con desánimo y dolor. Al notar que llegué se sentó y me saludó con la mano.
—Hola, dueño de mi universo—saludé, acariciando un mechón de mi cabello.
Las palabras salieron de mi boca sin que pudiera detenerlas. Me avergoncé. ¡Dios! ¿Qué había hecho? Rasqué mi cabeza de la incomodidad.