Depresión de una Estrella

Capítulo VIII: ¿Te han dicho que eres lo mejor?

Gabriel Campos.
Cada vez que intentaba acercarme a Sara generaba un gran problema. Hasta el grado que el maleducado de su hermano amenazara con golpearme; no obstante, le dije que dejara las tonterías y lo hiciera de una vez por todas para ver quién podía más. Creo que le gané, pero, en el intento, recibí moretones en la cara. A raíz de esto, Sara me envió un mensaje de voz en donde me dejaba claro que aún quería a su ex novio, no pude decir nada porque me bloqueó antes de que pudiera responder.

Estaba mal emocionalmente, la mujer por la cual dejé a Sol no quería nada serio conmigo. Sollozaba, de la manera más silenciosa que la tristeza me permitía.

Recordé a Ana, mi primera novia. Ella era una de esas chicas que son vistas como las inalcanzables, y yo era un pobre chico de quince años. Cabe destacar que teníamos la misma edad y estudiábamos juntos. Lo impactante en ese asunto es que logré conquistarla, porque le envié un trozo de papel en el que escribí que me encantaba su sonrisa. Tuvimos una relación muy bonita, hasta que alegó que se acabó el amor.

La segunda fue una relación inestable y trágica, pues me engañó varias veces, así que ella no entraba en mi lista de amores bonitos.

Pero ninguna de las dos llegaba a los talones de Sol. Por ella mi sentimiento era distinto, quería casarme, formar una familia, algo para toda la vida.

Por otro lado, esa noche asistiría a una fiesta. No sabía si invitar a Sol o no, me daba tristeza que mis amigos la vieran ebria y descontrolada. Bueno, aunque ellos tampoco eran del todo decentes. Siendo sincero, el que mejor se comportaba era yo debido a que no bebía, y mucho menos fumaba. Aún no sé por qué, pero no me simpatizaban ese tipo de cosas.

No podía sacar de mi cabeza a la dama del lacio cabello dorado, a la del iris verde y profundo que, con su mirada, conquistaba el mundo entero, a la dueña de los carnosos labios rosados y la dentadura perfecta. Su bajo tamaño hacía que me derritiera de ternura. Me encantaba como me miraba y cuando se molestaba. La palabra "te amo" en su ronca y dulce voz era mi melodía favorita.

Sol. Mi estrella favorita entre millones de galaxias, yo era un planeta más en su vida, al que cautivaba e irradiaba de manera única.

Mercurio.

Cuando se vuelve de noche este planeta entra —aproximadamente— en una temperatura de -170°, lo mismo me pasaba cuando no la veía. Me consideraba una persona afortunada, porque mientras el común tenía un sol, el cual es el del cielo, yo tenía dos. Mi favorito era el de carne y hueso, y la razón por la que me animaba a abrir los ojos cada mañana.

El repique de mi móvil hizo que abandonara mis pensamientos. ¡Genial! Me interrumpió una insignificante muchacha llamada Brisa. Quien me adulaba para que saliéramos
desde que estaba en la secundaria. Miré asqueado el teléfono, fruncí el ceño y presioné el botón verde.

—Hola, bebé—saludó.

"Qué asco" pensé.

—Brisa‒‒pronuncié su nombre, exasperado—. ¿Qué ocurre?

—¡Ay! — exclamó‒. ¡No seas grosero, caballo! Es que unas amigas y yo queremos salir contigo, ¿tú no tendrías inconveniente en salir con todas?

¿Caballo? Qué falta de respeto tan grave, pero pelear con ella, era como exhortar al delincuente a dejar de robar. Por otra parte, me fue difícil entender lo que pretendía. Llegué a la conclusión de que era una maniática.

—¿A qué te refieres? —cuestioné, confundido.

Se aclaró la garganta.

—A que hagamos una cita entre todas y tú decides con cual te quedas. ¿No has
entendido que morimos por ti?

Colgué por instinto. No me explicaba como una mujer simpática se subestimaba de esa forma. Me daba lástima. Probablemente tenía problemas de autoestima, provocados por un insignificante patán.

"No permita que ningún hombre le dé menos valor del que se merece. Personas así deben olvidarse, si piensa que nadie la quiere, busque un poco más y verá que no es cierto" imaginé lo que diría si le pudiera dar un consejo de su inaceptable actitud.

Debía cambiarme para la fiesta. La señora de servicio había planchado mi ropa a tiempo, estaba seguro de que me la pasaría de maravilla.

Observé mi reloj, ¡guao! Sol solía visitar el jardín en donde nos conocimos los viernes a las nueve y treinta de la noche, a excepción de que saliera, y creía que tendría suerte de ver sus lindos ojos. Antes de ejecutar mi plan, me coloqué una gran cantidad de mi perfume favorito, sabía que le encantaba.

En el pasillo de la segunda planta había dos escaleras en forma de curva, una en cada extremo, las cuales se dirigían a la misma sala, era una cosa atípica, pero, según mi papá, eso lograba la división entre la servidumbre y los patrones. Como si ellos no se pudieran relacionar con nosotros. Dios no ve diferencia ¿por qué los de carne y hueso, sí?

Sol pasó por la otra escalera. La miré por el rabillo del ojo y ella hacía lo mismo, pero, al darse cuenta de nuestra casual observación, apartó la vista. Una bella sonrisa adornaba sus labios, y un rojo intenso coloraba sus mejillas.

Al terminar ese trayecto, detallé su hermoso jumper blanco. Poco a poco nos acercábamos, toqué la punta de su dedo índice y sentí que algo me produjo electricidad. Rápidamente, quité la mano e hice como si nada hubiese pasado.

¡Vaya! ¿Era así de fuerte mi conexión con ella? ¡¿Así de fuerte?!

—Hola, Sol‒saludé, indiferente.

Rió.

—Lo sé, Gabriel, lo sé.

—¿Qué sabes? —me asusté. ¿Quién le dijo que le espiaba? Solo lo conocía yo.

Lo notó.

—Tranquilo, no es nada grave—sopló sus uñas pintadas—. Sé que la forma en que me miras es para que diga tu seudónimo, así que hola, dueño de mi universo.

—¡Ja! —dije, aliviado—. ¿Cómo lo descubriste? —Le seguí la corriente—. Fíjate, que del tema de los apodos quería hablarte.

—¿Ah sí? —frunció el ceño.




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