Depresión de una Estrella

Capítulo XI: Compañía

Llegó el día más esperado de mi vida.

Entré en la compañía de mi padre, luego de seis años y, esta vez, me darían un reporte sobre cómo han marchado las cosas desde que salí de Caracas. Estaba en la sala de espera de la oficina del presidente: Juan Echeverri, un hombre colombiano, recto, justo e íntimo amigo de la familia.

Depende de lo que él me dijera, comenzaría a trabajar de inmediato. Si me notificaba que las cosas marchaban bien, iría a una oficina de menor rango a aprender con calma; pero, si alegaba que estábamos quebrando y que ya no había esperanza, tendría que asumir la mayor responsabilidad posible. Creía que se afincaría por la primera opción, pues para mi papá dejarlo encargado, tenía que ser una muy buena persona.
Recordé las veces que regresaba de la primaria y aguardaba en esa sala hasta que mi padre saliera de su junta de trabajo. Cuando él llegaba, abría la puerta de la oficina, yo corría a sus brazos y, tomándole por sorpresa algunas veces, me arrullaba en los suyos.

Qué tiempos tan bonitos. Cuanto quería volver al pasado y reiterarle mi amor.

Deseaba que escuchara lo que quería decirle al mundo, que estuviera entre las personas que vieran mis logros y caídas, que pudiese despertar cada mañana y decir: "tengo una hija maravillosa, de la cual me enorgullezco". Pero, el tiempo no nos favoreció, quince años no eran suficientes para que se cumpliera ese sueño. Y, lamentablemente, rogar por su retorno era una pérdida de tiempo; ahora, solo tenía que encargarme de que lo que dejó en el mundo terrenal, Ángeles y la empresa, se desarrollara como él quería: de la mejor manera posible. Aún sin pedírmelo, le demostraría mi amor tomando su lugar y siendo la persona que, en lo que estuviera a su alcance, impediría que se cometiera el mínimo error que pudiera perjudicar a la familia.

Al terminar mi trabajo, daría una sonrisa al cielo y le diría que lo logré y que, al igual que él, jamás me rendí o intenté renunciar cuando las cosas se volvían difíciles. Estaría allí para mi hermana, sin recibir compensación alguna, me convertiría en alguien servicial, dispuesta a hacer lo que su padre haría. Y, sentada frente a la oficina, estaba lista para dar el primer paso de un exitoso proyecto de vida; lo que él realizaría y lo que yo adopté.

Miré a la secretaria y ella me indicó que podía pasar. Me levanté en silencio y entré a la oficina. El señor sonrió y señaló una silla para que tomara asiento. Parecía de sesenta y tantos años, tenía un lindo traje de empresario y lentes que lo hacían ver como el único ejecutivo cuerda del mundo. Me extrañé al darme cuenta de que no era como lo imaginé, pensé que sería malhumorado y cansado de la vida, pero, según lo que percibí, amaba su trabajo y a las personas que lo conformaban.

Me saludó cordialmente y procedió a darme los reportes solicitados. La compañía estaba en muy buenas manos. No había nada que temer, con su eficaz administración, en unos años, podríamos ser los mejores del país.

Me pareció raro que, con la excelente administración del señor, Pilar trabajara todo el día, sin importarle lo que hacía mi hermana. Era posible que se tratara de una simple excusa para salir y distraerse, y si lo era no la culpaba, pero tenía una hija a la que le faltaba amor y dedicación. Por lo expuesto anteriormente, deduje que, en ese momento, la que ameritaba de mi ayuda era Ángeles. Además, la compañía solo nos daba estabilidad económica, la niña era un ser vivo que no veía figura paternal y su madre estaba ausente constantemente.

El hombre culminó con su charla y alegó que le seguía una importante junta. Me levanté y al abrir la puerta, llamó mi atención.

—Señorita Fuentes, su padre era un hombre de honor, fui su íntimo amigo. Cuente conmigo para lo que sea—se giró en la silla y luego se levantó—. Vaya con Dios.

Le agradecí y abandoné el lugar, sonriente. Me sentía bien, no había experimentado ese sentimiento desde hace muchísimo tiempo.

***
Mi hermana y yo jugábamos en el parque de la urbanización. A pesar de ser ya grandes amábamos frecuentar el lugar, porque existía un inequívoco contacto con la naturaleza. Además, ese día era soleado; y ver la grama fresca, el cielo azul y a las personas caminar felices; provocaba que quisiéramos salir de las cuatro paredes de la casa, que nos desconectáramos del mundo y contempláramos lo que el medio ambiente tenía para nosotras.

Ángeles se subió a una atracción de niños, haciéndome recordar cuando papá nos llevaba al parque. Siempre pretendía que tuviera la temática que más nos gustaba para que no lloráramos, pero a veces era imposible conseguirla e intentaba calmarnos con su infalible plan: comprarnos un helado de chocolate. Qué tiempos aquellos, en donde todo era paz y alegría.

Seguramente teníamos problemas; sin embargo, no nos dábamos cuenta porque éramos indefensas y pequeñas, y nuestro progenitor cumplía muy bien su rol. Bueno, ya recordar no servía de nada, debía mirar al frente y hacerme cargo de las cosas.

Por otro lado, observaba mi teléfono esperando la prometida llamada de Gabriel. Al despertar le llamé y me notificó que estaba trabajando y que, según él, al hacerse mediodía hablaríamos. En todo ese tiempo, no hacía más que extrañarle y desear que anocheciera rápido. Se me hacía difícil digerir que en Mérida, cuando los dos estábamos desempleados, nos veíamos a cada instante y, aún sin estar frente a frente, podíamos escribirnos por el móvil todo el día.

Casi siempre, me quedaba a dormir en casa de Ángeles porque a Gabriel se le hacía muy difícil dejarme ahí temprano e ir al trabajo, sin llegar tarde. Solo lográbamos vernos en la noche, antes de que se marchara a casa, y era por diez minutos.

¡Vaya rutina de Caracas!

Me hizo salir de la nube en la que me encontraba el sonido de llamada de mi celular. Miré a ver de quien se trataba y contesté de inmediato.




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