Depresión de una Estrella

Capítulo XIII: Nueva vida

Sol Fuentes.

—Buenos días, amor—farfulló el chico detrás de mí, casi dormido.

Sonreí, en el mismo estado. Tenía que levantarme a dejar a mi hermana en la universidad, pero, lamentablemente, mi cuerpo se oponía y su excusa perfecta era el clima frío. Derrotada, me puse de pie y me dirigí al cuarto de baño para que el agua fría hiciera su trabajo de quitarme el sueño y la pesadez. Siendo sincera, creo que ducharme con agua helada, no fue la mejor opción pero era la única.

Salí, portando la ropa adecuada y con los pelos de punta. Gabriel se sorprendió al ver la hora y fue corriendo a alistarse para el trabajo. Yo, de buena fe, quería acomodar las cosas y adelantar el desayuno, así que hice la cama y me acerqué a la cocina. Atareada, preparé algo práctico y rápido: arepas rellenas con jamón y queso y de beber: jugo de naranja.

Mi novio, al ver lo que le cociné, dijo que no quedaba mucho tiempo y que se llevaría su comida al trabajo. Accedí sin ningún inconveniente y coloqué un plato encima de mi arepa, tapándola, con la finalidad de que cuando regresara poder deleitarla sin ningún apuro. Luego, cerré con llave la puerta de la casa y nos adentramos al auto.

—¿Y por qué no la lleva su mamá, Sol? —inquirió, fingiendo preocuparse por las horas que dormía.

—No está en casa—afirmé, sin siquiera saber.

—Oh, bien.

Fue lo que conversamos en todo el camino; sin exagerar, solo se escuchaba la música clásica a bajo volumen del reproductor del auto. Tal vez, nos encontrábamos tan perdidos en el mundo de la imaginación que omitimos nuestra típica charla. Por mi parte, desconocía que pensamiento era el ladrón de su atención, pero el mío era el gran paso que daría mi hermana en pocos minutos.

Llegamos. Una inteligente jovencita de dieciséis años nos esperaba en la puerta, vestida como le indicó su hermana mayor, pero, sorprendentemente, se tomó la libertad de escoger la cartera más llamativa. Reí al imaginarme las cosas que llevaba allí: muchísimo maquillaje, unos siete libros, cuadernos, lápices y, sin falta, el pequeño espejo de la cara. Por primera vez, sentí lástima de un objeto inanimado.

Gabriel apretó la corneta, y Ángeles se aproximó lo más rápido que sus piernas le permitieron. Al entrar, tiró el bolso a la otra parte del asiento y, por sonido del golpe, parecía que llevaba piedras dentro. Suspiré en frustración, al idear lo mucho que sufriría. Pero no había nada que pudiera hacer, creo que, de vez cuando, hay que dejar que los demás se equivoquen y aprendan de sus experiencias. ¿Agradable? No, ¿necesario? Por supuesto.

—¡Ay! Dejé el móvil—me quejé al recordar.

—Qué olvidadiza, Sol.

Miré por la ventanilla, evitando culparme.

—¿Emocionada, señorita Fuentes?

—Sí, Gabriel, no te lo voy a negar.

El chico miró al cielo.

—Cuando entré a la universidad...—contó una anécdota.

—Te faltó iniciar con el: hace mucho tiempo—dije, irónica.

Gabriel me dio una mirada fulminante y la adolescente se eximió a reír.

Minutos más tarde, el auto se posó frente a la universidad y ambas descendimos aunque, sin mentir, estaba más emocionada que ella. Gabriel, frunciendo el ceño, inició una conversación por el vidrio abajo, mientras Ángeles entraba a su nueva casa de estudio. 

—¿Te quedarás todas la clases? —escrutó.

—No, no, voy a ver si tienen un postgrado disponible para mí.

No era cierto, pero, en mi defensa, quería ver a mi hermana en ese tan importante momento. 

—Te espero—no fue una pregunta.

—Tranquilo. Es que luego quiero ir a comprar comida, tomaré un taxi ida y vuelta.

Alzó una ceja.

—¿Segura?

Asentí con la cabeza. Lo menos que deseaba era que llegara tarde al trabajo por mis tonterías. Un poco dudoso, arrancó el auto y se marchó del lugar. Me di media vuelta e ingresé a la institución, recordando la primera vez que lo hice siendo estudiante. Al terminar de recorrer el camino indicado, toqué la puerta de la oficina que me dijeron por teléfono.

***

Salí del gran centro comercial a detener el coche de retorno.

Todo había marchado bien: al terminar de ver a mi hermana sentarse en su pupitre; caminé unas cuadras; tomé el taxi, el cual me dejó donde le pedí, y compré lo que me faltaba para preparar el delicioso almuerzo. La mañana se me hizo corta, al grado que el reloj marcaba las diez y cuarenta.

A lo lejos, observé estacionado un taxi y al conductor fuera de él. Caminé más rápido con la finalidad de alcanzarlo, pero, en la vía, un auto que estaba en la ruta más cerca de mí, apretó su corneta para llamar la atención de algún individuo. Por instinto, volteé la cabeza a su orientación, al igual que la mayoría de las personas próximas a este; no obstante, como me di cuenta de que no se trataba de mí, seguí de largo.

Tocaron, de nuevo, la bocina y bajaron el vidrio. Era un joven que, efectivamente, rondaba por los veinte años. Estaba bien vestido, como si tuviese que asistir a la importante reunión de trabajo. Fruncí el ceño, confundida y con ganas de esconderme por la vergüenza, y él esbozó una pequeña sonrisa de aprecio.

Me señalé a mí misma y él asintió. Procedió a orillarse, así que me acerqué.

—Señorita Sol, soy Andrés empleado de la compañía que el señor Echeverri genera.

—¿Sí? —Curvé los labios—. Qué bien. No quiero sonar maleducada, pero me tengo que ir y...

—Puedo llevarla.

—No, tranquilo, amigo. Gracias de todos modos.

Me di media vuelta y él, con palabras, hizo que me volviera.

—Espere, señorita. Sería un honor para mí trasportarla a donde vaya. Es un privilegio que no te encuentras a diario.

Dudé un poco y alcé una ceja, pero, al final, acepté. Me consideraba uno de los seres humanos más tacaños del mundo, por lo que mi forma de ser no me permitiría pagar dos traslados, en menos de doce horas. Mi segunda opción era pedirle a Gabriel que me recogiera; sin embargo, no quería interrumpirle en su trabajo y, a pesar de que no le reclamaran por tratarse de mí, tampoco me agradaba la posibilidad de abusar de mi poder para cubrir ausencias.




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