Depresión de una Estrella

Capítulo XXIII: Verdades

Hace días llegué a casa y no podía salir de mi habitación. Las ansias de asistir a un centro comercial, restaurante o cualquier ámbito de distracción que se le igualara, quedaron enterradas en el establecimiento del secuestro. Por lo menos, el desasosiego no fue el protagonista de la situación, pero tampoco creía que la emoción predominante se asemejase a la serenidad. Aparte, intentaba persuadirme de detener el llanto que corría por mis mejillas constantemente; no obstante, los recuerdos que tormentosos son difíciles de suprimir.

Mi hermana dormía conmigo, porque yo temía a la soledad. Cada vez que se subía a la cama, iniciaba un monólogo receptivo que me aturdía, claro, jamás le solicitaría silencio pues sus pretensiones eran otorgarme estímulos para superar el trauma. Pilar me preparaba tés de manzanilla y de rosa Jamaica con la intención de que la suculenta bebida limpiara mis pesares, también servía la comida por la que denoté predilección antes de ser aprisionada, pero no me dignaba a degustarla. Tal vez rebajé muchísimo en los último días.

Mamá se ofreció a instalar a un psicólogo al lado de mi cuarto, así cuando tuviese desbarajustes sentimentales o me sintiese agitada, pudiese desahogarme con él y permitir que me guiara. En obviedad, aseveré que la presencia de un desconocido no sería indispensable en mi estado anímico y ella accedió; no mentiré, me quedé atónita al escuchar que aceptó mi posición sin siquiera rastro de petulancia.

No había noticias de Víctor. Él afirmó llamarme al móvil y visitarme esporádicamente, pero ninguna fue cumplida, así que, resignada, le marqué y no contestó. Días después, me envió un pernicioso mensaje donde manifestaba estar ocupado y exasperado del trabajo, por lo que no tenía tiempo suficiente para mis escritos memos. Qué iniquidad cometió con mi pobre corazón con sed de ser querida por alguien que no me traicionara, al fin y al cabo, solo poseía a mi familia y estaba empezando a internalizar que con ellos debía bastarme y sobrarme.

Isabel quedó en presentarse a las seis de la tarde para confesarme las verdades de mi origen, ya el reloj indicaba esa hora. Procuramos ser modestas, no reprocharnos sobre las acciones erróneas y fijar en la mente que los hechos pretéritos solo se pueden rememorar, así que derramar lágrimas no cambiaría lo que nos acontecía y tampoco enseñaría como curar el dolor interno que tuvimos que ocultar. Siendo extraño, me obligó a prometerle que, a pesar de que fuese intenso, no expulsaría bramidos de pena o sonidos bulliciosos similares al llanto. Al sopesar su declaración, ensanché una minúscula curva.

Por todo lo expuesto, creí que las palabras que se apropiarían de la atención de mis oídos, contendrían anécdotas donde delinquieron ferozmente o escenas repletas de sufrimiento familiar. En lo más recóndito, prefería que dijeran todo lo que me afectaría de una vez, porque después de haber superado el trance, sería complejo escapar de nuevo del abismo en el que estaba sometida. O, como bien opinó Víctor, de la Depresión de una Estrella; en este caso, la mía en particular.

Percibí los zapatos de tacón de mi madre; a medida que transcurrían los segundos, se acercaba a mi dirección. En menos de lo esperado, su silueta femenina se apareció en la puerta y encendió la luz, encandilándome. Quizás se sorprendió por lo desmejorada que me veía o por la ropa que portaba, la cual era una impecable bata blanca, pantuflas de caricaturas y suéter acolchado y calentito para no impactar con el clima frío por el que rondaba la ciudad. Además, sentía los ojos arder, por lo que deduje que revelarían al frágil cristal.

Saludó, besó mi frente y me facilitó un envase de helado de chocolate, el que combinaba a la perfección con su fortuito traje negro de invierno de países del trópico.

—Cuantas cosas por contar y las horas son tan exiguas—opinó, esperando respuesta de mi parte, pero no la obtuvo—. Era mi primer día de universidad, es digno de mención que estaba emocionada, así que llegué temprano. Minutos después, me di cuenta de que había un retardado, que excusaba su falta diciendo que fue víctima del sueño. Por supuesto, el salón lo dominó la hilaridad y la mayoría de las miradas, incluyendo la mía, se posaron en aquel atractivo muchacho. Él se sentó a mi lado y al terminar la clase pidió mi número. Sol, querida hija, de allí naciste tú.

A su semblante lo subyugó la melancolía. Bajó la cabeza, ocultando ligeros sollozos que se fortalecían paulatinamente; sin duda, la destrucción interna avanzaría a la par con la historia que, hasta antes de que mamá dedujera que debía soltarla, yacía en lo más profundo de sus recuerdos. Qué paradójico que enterarme de cómo fluyó el cariño de mis progenitores, causara que retornara a la etapa flébil de mi existencia. Si tuviese la capacidad de controlar lo predominante que se volvían mis sentimientos, pudiese evitar las constantes enervaciones que padecía mi ser.

—¿Quieres oír el resto? —escrutó y asentí—. A los meses me invitó a una plaza, allí me formuló la petición de que me hiciese su pareja y yo acepté. Luego me enteré de que en mi vientre se procreaba un bebé de los dos, él, al saberlo, ensanchó la sonrisa más extraordinaria que mis ojos han contemplado y se le iluminó el rostro. En cambio, yo...—suspiró en derrota y la tranquilicé—, yo dije que no debías vivir, Sol, perdóname. Te amo, pequeña.

Se le quebró la voz, suscitando la expulsión del dolor transformado en lágrimas; en verdad, me conmovió su arrepentimiento. Al principio creí que el corazón de mamá lo carcomía la vehemencia, pero en ella sí había la pizca de amor que requeríamos para ser felices. Ese día comprobé que su humanidad era tan frágil como la mía y, al igual que a mí, la torturaba la tragedia de contar con la posibilidad de rememorar sin control su pasado repleto de equivocaciones.

—Él...—sonó su nariz—, rechazó mi moción y agregó que adoptaría tu responsabilidad. Por mi parte, pensaba que su posición solo fue por amilanarme y que, a esa criatura abrir los ojos por primera vez, se marcharía. Cabe destacar que mis excusas se basaban en terminar la carrera (a la que efectivamente faltaba poco para concluir) y poder trabajar con comodidades. Al final, no aguanté las injurias de mis compañeros por abandonar a mi hija y me marché de la ciudad... el resto ya lo conoces.




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