Derivé

Capítulo 6

 

El cielo era bonito, también el pequeño jardín en el que estaba sentada en una banqueta de madera con terminados de fierro. Era el perfecto y clásico lugar de introspección. El problema era que no quería estar a solas con ella misma.

La interminable cacofonía de las aves comunicándose entre sí le provocaba deseos de llorar, porque había leído en alguna parte que las aves emiten sonidos para hacerle saber a su familia en donde se encuentran.

Le dolía saber que su única familia no sabía de ella, pero quizá le dolía más saber dónde estaba su única familia, porque aquel lugar era una fría y desolada habitación de hospital. Una lágrima rodó por su mejilla, ni siquiera había podido dormir. Y aun sabiendo que aquel doctor se daría cuenta de que no había seguido su consejo sobre descansar un poco, había llegado al hospital.

Necesitaba ver a su abuela, no podía soportar no haberse asegurado de que estaba fuera de peligro, a penas pisar su casa, dejando fuera a aquel fastidioso paramédico, se dio cuenta de lo egoísta que había sido hacerle caso al doctor. Lo único que quería era ver a su abuela y no dejó de pensar en ello, mientras lavaba con legía el piso de la cocina, mientras se daba una ducha con agua totalmente fría, necesitando sufrir un poco físicamente para compensar su culpa. Pasó toda la noche despierta y su mente jugando en su contra fue suficiente sufrimiento, así que solo había tomado sus cosas y había ido a aquel lugar a primera hora de la mañana.

Miró hacia arriba, el imponente edificio blanco lucía como una linda construcción costosa desde fuera, con sus ventanales de vidrio y aquellas letras grises anunciando su nombre en la entrada. Pero había conocido el interior y se sentía completamente solitario y desolado…

Pensó en que no había estado en un hospital hace mucho y sintió escalofríos al recordar la razón por la que aquella se convertía en la nueva última vez.

Llevaba treinta minutos observando la fachada, sin poder encontrar el valor que requería entrar, sólo pensar en el rostro de su abuela la hacía comenzar a llorar de manera descontrolada. Se dio cuenta de que ni siquiera había pensado en el trabajo, dudaba un poco de si seguía siendo suyo el puesto después de ponerse como loca con Sarah y ni siquiera avisar que faltaría el día anterior.

Pasó el dorso de su mano por su enrojecida nariz. Silenció a su aclamante sensación de pánico en cuanto se puso de pie, dispuesta a enfrentar aquello que no había podido.

Todo parecía bastante normal; las enfermeras virando en cada esquina apuradas con sus carritos de insumos y los médicos sosteniendo modernos aparatos. Se preguntó si ella habría podido encajar en alguna de esas profesiones, pero se dio cuenta de la evidente respuesta cuando estuvo frente a la cama de su abuela. No. Esa era la respuesta.

Minerva no podría soportar el sufrimiento humano ajeno, porque ni siquiera era capaz de soportar el propio. Habría sido una enfermera malísima echándose a llorar cuando viese a alguien desahuciado. Entonces sonrió un poco, porque quizá si actuaba, cosa que sí se le daba bien; podía fingir que aquello no dolía tanto.

Se acercó hasta su abuela, su piel acartonada y sumamente pálida le daba un aspecto mortal, soltó un sollozo silencioso, porque parecía muerta. Los aparatos a su alrededor hacían ruidos constantes que le recordaban que estaban haciendo el trabajo por Annabelle,

—Annie… despierta por favor —susurró, sentándose en el cómodo sofá al lado de su cama.

Al menos aquel hospital era bastante grande y vanguardista. Quizá el costo de sus servicios valía totalmente por aquel sofá, o por lo suave de las sábanas que cubrían el lánguido cuerpo de su abuela. El problema era que pensar en el costo la llevaba a otra de sus grandes preocupaciones. Porque podía imaginar sin esfuerzo cómo la cifra iba en aumento a cada segundo que su abuela permanecía con vida gracias a aquellos aparatos.

—Aquí es muy bonito, pero… te necesito en casa, lamento no haber llegado antes, lamento tanto todo, por favor… —la miró con atención, deseando que ocurriese uno de esos milagros; en los que la voz de un ser amado es suficiente motivación para que alguien despierte de un coma.

Pero la realidad era que su abuela no se movió ni un milímetro, permaneció con los ojos cerrados y el rostro impasible… Pensó algo tan terrorífico que tuvo que tragar el nudo que sus cavilaciones habían provocado en su garganta; parecía muerta.

Apretó la tela de su vestido floral entre las manos, como si aquello la ayudase a deshacerse de aquella afirmación. El fino suéter de lana que Annie le había tejido muchos años atrás se sentía tan grávido como una cazadora de cuero, pero de esas que son auténticas; pesadas y calurosas.

 —Vendré cada noche hasta que despiertes, abuela… no tardes mucho por favor —su voz entrecortada sonó tan trágica a sus propios oídos.

Dejó aquel sofá con la promesa de volver, quizá dormir en aquella habitación sería menos angustiante que dormir en su casa, cuya soledad fantasmal la hacía sentir una aguda aflicción.

Miró el rostro macilento de su abuela, sus ojos cerrados y la piel traslúcida, parecía tan tranquila, tan libre de angustia. Minie pensó entonces que si así es como lucen los muertos, quizá la muerte es menos angustiante que la vida, quizá siempre nos han mentido diciendo que huyamos de ella…




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