Nytheria respiraba.
Lo hacía en cada sombra que se alargaba entre los troncos colosales del Bosque Plateado, en cada brizna de niebla que se arremolinaba cerca del suelo, en cada susurro que el viento arrancaba a las copas de los árboles. Era un aliento espeso, tibio y húmedo, cargado de fragancias dulces y feroces: la savia amarga de las raíces, el musgo frío que trepaba las cortezas, el perfume metálico de la tierra recién removida por las garras de algún cazador nocturno. Allí, entre las ramas que nunca dormían, se reunía la tribu Thalyra, silenciosa y expectante como una manada de lobos antes del salto.
En el corazón de este mundo palpitante, las cuatro grandes tribus mantenían su frágil equilibrio. Cada una de ellas nacida de la unión entre la carne y el espíritu, cada una orgullosa de su linaje y sus dones. En las alturas, donde las montañas rasgaban el cielo, reinaban los Zephyros, los Hijos del Viento: libres y audaces como halcones. En las copas doradas de la selva habitaban los Lytharis, Hijos de la Luz: felinos justicieros y nobles. Más abajo, en los pantanos envueltos en bruma, acechaban los Zytheris, Hijos de las Sombras: astutos y letales como serpientes.
Y, finalmente, estaban los Elerys, Hijos de la Luna.
Fieros, disciplinados, leales a su manada.
Entre ellos, la subtribu Thalyra llevaba su herencia al extremo. En lo más profundo del Bosque Plateado, donde la luz apenas se atrevía a filtrarse y el frío de la noche mordía más que el día, los Thalyra forjaban su fuerza a través de la prueba constante. Para ellos, la disciplina y la lealtad no eran virtudes, sino la única manera de sobrevivir. Para ellos, cualquier muestra de debilidad era una afrenta al linaje.
El Bosque Plateado era su templo y su tumba. Y en el centro de ese dominio, donde las raíces formaban un claro perfecto, las hogueras azules ya ardían esa noche. Porque esa noche marcaba el inicio de la Competencia, el ritual más sagrado de la tribu: la elección de las nuevas triadas.
En su cultura, las triadas eran mucho más que alianzas. Tres cazadores elegidos por la diosa Thyra, tres espíritus entrelazados por la sangre, tres reflejos de la luna. Juntos, alcanzaban una comunión tan profunda que se decía que sus almas eran percibidas como una sola por los espíritus de los ancestros. La triada era el máximo honor, el sello de que uno era digno de portar las bendiciones lunares. Formar una triada significaba pertenecer, ser aceptada plenamente por la tribu como igual. Para los Thalyra, que despreciaban la soledad como signo de debilidad, quedar sin triada era la peor de las humillaciones.
En el Claro Sombrío, las llamas danzaban y las runas grabadas en el suelo brillaban con un fulgor inquietante. El círculo de piedra donde se celebraba la ceremonia estaba cubierto de símbolos lunares y estilizadas figuras de lobos negros, cuyos ojos de esmeralda parecían observar a las aspirantes desde el suelo mismo. La multitud ocupaba el perímetro, de pie o sentada sobre los troncos caídos, silenciosa. Entre la gente, apenas se escuchaban murmullos, un zumbido bajo cargado de expectativa. Algunos ojos miraban con orgullo a sus hijas, otros con indiferencia, algunos con desdén.
Allí estaba Nyra.
Permanecía a un lado de la fila de aspirantes, con los brazos pegados al cuerpo y la espalda erguida pese a los cuchicheos que la perseguían como ecos venenosos. Nadie la había invitado a acercarse a las demás. Nadie le había dirigido una sonrisa alentadora ni siquiera por cortesía. Y aun así, sus ojos oscuros se mantenían fijos en las runas, con la determinación de quien no se permite flaquear.
En su pecho, un nudo ardía, alimentado por recuerdos que no lograba apartar: los entrenamientos en los que la apartaban, las miradas de decepción, la burla velada por no haber despertado aún a su animal interior. Para ella, formar una triada no era solo una ambición o una prueba. Era su única oportunidad de demostrar que merecía permanecer. Que la fuerza no siempre se manifestaba de la forma en que los demás querían verla.
Para las demás, ser elegida significaba escalar un peldaño más en el camino del honor. Para Nyra, era la única forma de evitar el destierro. Y eso era algo que no pensaba permitir. Había visto lo que les ocurría a quienes eran rechazados: sus nombres desaparecían poco a poco de las historias, sus rostros se volvían vagos recuerdos, sus sombras se diluían hasta que nadie se acordaba de ellas. Como si nunca hubieran existido.
Ella no iba a desaparecer.
Entre todas, Nyra era la única que parecía allí por su propia fuerza, no por su linaje ni por las ambiciones de su familia. Pero eso no evitaba las miradas despectivas.
Entonces, la figura que más temía apareció entre las sombras.
Zyrena.
Podía sentirse su presencia incluso antes de verla, como un escalofrío que recorría la columna de quienes la rodeaban. La hija de la Matriarca avanzó con la gracia de una cazadora segura de su presa, alta e impecable en cada detalle. Su cabello rubio caía lacio y brillante sobre los hombros, sus ojos celestes parecían reflejar la luz fría de la luna. Todo en ella gritaba superioridad.
Se detuvo frente a Nyra y sonrió.
—Pensé que ya habrías aprendido a no humillarte —susurró con una dulzura cruel—. Pero aquí estás otra vez… manchando la pureza del círculo.
Nyra alzó la vista despacio, sin moverse. Había aprendido que no valía la pena devolver cada palabra. Que en ese silencio estaba su verdadera dignidad. Aunque por dentro, la herida se abría una vez más.
Zyrena rió suavemente y se apartó. Nadie intervino. Nadie lo hacía nunca.
Entonces, la Matriarca apareció.
Ravira caminaba con la lentitud de quien no necesitaba demostrar nada. Su figura alta y esbelta imponía un respeto helado que se sentía en la piel. Vestía una túnica negra y plateada, y cada uno de sus pasos era tan calculado como un arañazo en la memoria colectiva de los Thalyra.