El amanecer en Elerys se levantaba con un tono grisáceo, como si el cielo mismo compartiera el peso de la noche anterior. La luz pálida apenas lograba atravesar las nubes bajas que se extendían sobre el valle donde la tribu Thalyra se había asentado, en la región central de la vasta tierra de Nytheria. Las montañas distantes permanecían envueltas en una neblina que parecía envolver el mundo en un silencio expectante.
En el corazón del campamento, la atmósfera era pesada, cargada de un recogimiento reverente. Los miembros de la tribu Elerys se movían con pasos lentos y medidos, como si temieran romper la frágil calma que había caído tras la tormenta de la noche anterior. En el centro del claro ritual, ahora despejado de cuerpos, se extendía un altar improvisado construido con ramas, piedras y telas tejidas con los colores ancestrales de la tribu.
Velas encendidas, dispersas alrededor del altar, lanzaban una luz cálida que se mezclaba con el humo perfumado del incienso de resina Lyra, una planta sagrada para los Eleryan y sus subtribus, entre ellas la Thalyra. El aroma dulzón y terroso se elevaba lentamente, formando espirales que se perdían entre las copas de los árboles cercanos.
Los ancianos, cubiertos con mantos bordados de símbolos lunares, entonaban cánticos solemnes que narraban la historia de los caídos, sus voces roncas pero firmes resonaban con el ritmo pausado de un tambor de madera antigua. Cada palabra era una plegaria, un tributo a las almas que ahora cruzaban al abrazo de Thyra, la luna que guía a los Eleryan.
Familiares y guerreros se reunían alrededor, algunos con lágrimas silenciosas, otros con miradas firmes y determinados a honrar la memoria de quienes habían dado su vida en defensa de la tribu. El cielo gris parecía contener la respiración junto con ellos, un espejo del duelo y la promesa.
Nyra permanecía al margen, sus ojos fijos en las llamas de una vela que parecía consumirse lentamente, como el tiempo que había pasado desde la noche anterior. El peso del dolor era inmenso, pero bajo esa tristeza crecía una llama de resolución que la impulsaba a seguir adelante.
A su lado, la Matriarca observaba con una serenidad implacable, sus manos entrelazadas y su mirada puesta en el horizonte, como si ya pudiera prever las tormentas que se avecinaban. No pronunciaba palabra, pero su presencia era un ancla para la tribu.
Así comenzaba el día en Elerys, con un amanecer gris que reflejaba el duelo y la incertidumbre, pero también la fortaleza de una comunidad que, bajo la mirada vigilante de Thyra, la luna de su pueblo, sabía que la batalla apenas estaba comenzando.
El círculo ritual, corazón sagrado de la tribu Thalyra, había sido restaurado con manos apresuradas, pero cuidadosas. Piedras antiguas y símbolos ancestrales, que la noche anterior habían sido mancillados con sangre y polvo, ahora eran limpiados y recolocados con el mayor respeto, aunque sin la delicadeza que solía merecer aquel terreno bendecido por Thyra.
Un grupo de guerreros jóvenes, bajo la supervisión de un anciano de mirada severa, apuraban el trabajo. Las piedras que formaban el perímetro fueron frotadas con esmero, y las marcas en la arena borradas apenas a tiempo para no retrasar el próximo ritual. Había una urgencia palpable, como si el tiempo mismo presionara para que la pureza del círculo se restaurara antes de que la luna completara su curso.
Nyra, aunque agotada, observaba en silencio. Sabía que aquella reparación era solo un velo fino sobre la herida abierta que la tribu llevaba en su pecho. El círculo podría lucir intacto, pero la sombra de la profanación persistía. La tribu necesitaba seguir adelante, pero el riesgo seguía latente.
La Matriarca finalmente habló, su voz firme cortando el aire cargado de humo e incienso:
—El círculo ha sido purificado, pero no olvidemos que la herida está abierta. Quien intente profanarlo de nuevo encontrará a todos los Eleryan preparados para defenderlo con fuerza y honor.
El viento agitó las telas del altar, y el aroma de Lyr se intensificó, como un recordatorio de la vigilancia perpetua de la luna sobre su pueblo.
Nyra no durmió esa noche. El silencio de su refugio era un eco pesado de miradas invisibles, cuchillas afiladas de sospecha y juicio que la atravesaban sin piedad. Cada sombra parecía esconder secretos, cada susurro, acusaciones veladas. Sentía el peso de la tribu, pero sobre todo el peso de sus propios pensamientos, una tormenta interna que no encontraba calma.
Fue entonces cuando Eldra apareció, como un suspiro entre la penumbra. Sus manos, expertas y gentiles, se posaron sobre una de las heridas menores de Nyra, limpiando con delicadeza una pequeña cortadura en su brazo que el combate había dejado. El roce era cálido, un contraste con el frío que aún la recorría por dentro.
—No puedes dejar que el miedo te consuma —murmuró Eldra, con voz baja pero firme—. A veces no basta con mantenerse de pie, pequeña.
Nyra alzó la vista, encontrando en los ojos de Eldra una mezcla de tristeza y dureza, como si esas palabras fueran un eco de un pasado doloroso.
—A veces —continuó Eldra, clavando su mirada en la de Nyra— hay que arrancarles las garras a quienes te quieren en el barro.
La advertencia quedó flotando en el aire, pesada y cruda, una promesa de que la lucha de Nyra apenas comenzaba. No solo tendría que resistir, sino atacar, sobrevivir con uñas y dientes en un mundo que buscaba hundirla.
Nyra tragó saliva, sintiendo que esas palabras prendían una chispa rebelde en su interior. No iba a dejarse aplastar.
La noche avanzaba lentamente en Elerys, y el cielo comenzó a teñirse con tonos grisáceos, un amanecer gris que parecía reflejar la pesadumbre que envolvía a la tribu. La arena del círculo ritual, apenas reparada y aún marcada por la sangre seca, parecía un espejo de dolor y memoria.
Los guerreros, ancianos, aprendices y mujeres de la tribu se congregaron en el claro. Las voces se apagaron, reemplazadas por el susurro del viento y el crepitar de las pocas antorchas que aún resistían el frío. El olor a incienso y a velas quemadas impregnaba el aire, mezclándose con el aroma terroso de la tierra húmeda y el humo que ascendía en delgadas columnas hacia el cielo encapotado.