Días habían pasado desde el desafío final, pero el eco de aquella noche aún resonaba en cada rincón de Thalyra, como un tambor lejano que no permitía olvidar. El círculo ritual se había limpiado, las cicatrices en la arena apenas perceptibles bajo las manos diligentes de los guardianes. Pero en las miradas de la tribu, en los susurros entre las tiendas, la memoria de la sangre y la victoria seguía viva.
El amanecer sobre Nytherya traía un cielo perlado, cubierto de un velo suave de nubes que dejaban filtrar una luz plateada. Bajo ese resplandor frío, en la choza apartada de Eldra, Nyra se preparaba para la ceremonia.
El interior de la choza olía a hierbas secas y resina Lyra quemada, una fragancia dulce y envolvente que flotaba en el aire y acallaba el murmullo distante del campamento. Eldra trabajaba en silencio, con esa calma paciente que la caracterizaba, moviéndose con manos expertas mientras la joven permanecía de pie en el centro de la estancia, inmóvil salvo por la respiración entrecortada que se le escapaba del pecho.
La túnica blanca primero, ligera como un suspiro, cayendo sobre sus hombros con una suavidad que casi helaba. Era el símbolo de la luz de Thyra, la pureza que se exigía de quienes servían al equilibrio. Luego, con la misma solemnidad, Eldra tomó la túnica negra, pesada y densa, y la colocó sobre la primera capa. El color de las sombras, la aceptación de la oscuridad inevitable que cada guerrero debía portar en su espíritu.
Blanco y negro. Luz y sombra. Así debía caminar quien buscaba un lugar en la triada.
Eldra ajustó los pliegues, acomodó las mangas amplias y dejó caer sobre Nyra una mirada escrutadora. Sus dedos, ásperos pero firmes, recogieron un mechón suelto del cabello oscuro de la joven y lo acomodaron detrás de su oreja antes de hablar, apenas un murmullo.
—Así es como debes presentarte —dijo—. Ni solo luz… ni solo sombra. Que Thyra vea en ti a ambas, y que ninguna te devore del todo.
Nyra bajó los ojos hacia sus manos cubiertas por las mangas de la túnica. El blanco y el negro se entrelazaban en los pliegues, como olas encontradas. Sintió el peso del momento apoderarse de sus hombros, más pesado incluso que la túnica negra.
Un susurro de viento se coló por la abertura de la choza, haciendo bailar las tiras de tela colgadas sobre la entrada. Afuera, la tribu aguardaba. Y más allá, la triada… la esperaba a ella.
Pero por ahora, el mundo era solo esa choza, esa fragancia de hierbas y humo, y la mirada inquebrantable de Eldra mientras le ataba al cuello un pequeño talismán de plata con la marca de Thyra grabada.
Nyra respiró hondo, y por primera vez en días no sintió miedo, solo un frío profundo y expectante que le recordaba que no había camino de regreso.
Eldra la miró por última vez, sus ojos oscuros brillando con un orgullo silencioso.
—Ahora ve —dijo—. Que sea la luna quien te juzgue.
Nyra alzó la cabeza con un leve asentimiento, dispuesta a dar el primer paso hacia la salida, pero el murmullo suave de Eldra la detuvo.
—Espera.
La anciana la hizo girar apenas, tomando su brazo izquierdo con cuidado. En silencio, deslizó la tela blanca hacia un lado, dejando al descubierto las cicatrices aún frescas que marcaban su costado y su hombro, donde la cuchilla ritual de Zyrena la había alcanzado.
Las heridas habían sido tratadas con bálsamos y cubiertas en las noches con vendas impregnadas de hierbas, pero la piel seguía inflamada, el color rojizo recordándole que la sangre vertida sobre el círculo ritual aún reclamaba su tributo.
Eldra pasó la yema de los dedos sobre las cicatrices con la delicadeza de quien toca un símbolo sagrado, su voz tan baja que apenas sobrepasó el crepitar del incienso.
—Que estas marcas —murmuró— te recuerden siempre por qué luchas.
La mirada de Nyra se encontró con la suya, atrapada por ese brillo oscuro y sereno que tanto imponía respeto como consuelo. Las palabras de Eldra no sonaron como una advertencia, sino como una promesa.
Nyra respiró hondo y asintió lentamente, sus dedos apretando el talismán en su pecho como si así pudiera sellar aquella verdad en su piel y su espíritu.
Las cicatrices ardieron un poco al volver a cubrirlas con la tela, pero esta vez no las sintió como una debilidad, sino como una llama encendida bajo su carne.
Y cuando Eldra le soltó el brazo, Nyra dio el primer paso hacia la entrada de la choza, sintiendo el peso del día y la mirada invisible de la luna en cada fibra de su ser.
Antes de cruzar el umbral, algo la hizo detenerse. En un rincón de la choza, sobre una pequeña vasija de agua clara, la superficie reflejaba su rostro como un espejo.
Nyra se inclinó apenas, contemplando a la muchacha que le devolvía la mirada desde el agua: la piel marcada por las cicatrices rojizas, los labios tensos, los ojos oscuros brillando con una mezcla de miedo, determinación y un cansancio antiguo.
La túnica blanca y negra caía con solemnidad sobre sus hombros, pero en su interior no podía evitar preguntarse si de verdad merecía portar aquellos colores.
El eco de los murmullos tras el desafío seguía vivo en su memoria: voces que dudaban de ella, susurros que la acusaban de oportunista, de no estar a la altura del legado que exigía una triada.
Sintió como si, incluso en esa quietud, toda la tribu la mirara a través de ese reflejo, evaluando su valía, midiendo cada respiro, cada titubeo.
¿Era digna?
Sus dedos temblaron un instante al rozar la superficie del agua, distorsionando su imagen con ondas suaves. Pero cuando la calma volvió y su reflejo emergió otra vez, vio en sus propios ojos una chispa que no estaba allí días atrás.
Quizá la respuesta no estuviera en lo que los demás creían, sino en lo que ella estaba dispuesta a demostrar.
Nyra enderezó la espalda, apartando la mirada del agua.
Las cicatrices seguían allí. La duda seguía allí.