Silas
La hora de la cena llega, y la mesa está llena de los aromas deliciosos de la pizza que solíamos disfrutar juntos. Sin embargo, hoy la comida se siente menos apetitosa, ya que mi preocupación por Nayla eclipsa cualquier sabor.
Observo con inquietud mientras mi hija apenas toca su plato. Su apetito por la pizza, que solía ser una de sus comidas favoritas, ha desaparecido. Remueve la comida con desinterés, suspira como si el peso del mundo descansara sobre sus pequeños hombros.
—Cariño, ¿qué pasa? No has comido casi nada. ¿Te sientes bien? —pregunto con suavidad, mi voz llena de preocupación.
Ella levanta la mirada, y en esos ojos que solían brillar con alegría, ahora veo una sombra de tristeza que me parte el corazón.
—No tengo hambre, papá. —responde con voz apagada, sus ojos bajando hacia el plato.
Mi impotencia se convierte en un nudo en mi garganta mientras contemplo a mi pequeña luchando con algo que va más allá de lo físico. Apenas reconozco a la niña que hace solo unas horas estaba llena de vida y entusiasmo.
—Nayla, por favor, háblame. ¿Algo te preocupa? —insisto, mi mano buscando la suya a través de la mesa.
Ella suspira nuevamente, como si la carga que lleva en su corazón fuera demasiado pesada para compartir.
—No quiero que vuelvas al trabajo, papá. Mamá también decía que me amaba, pero me dejó. No quiero que me dejes sola —murmura, sus palabras tan frágiles como su pequeña figura.
El eco del dolor en su voz resuena en mi interior, y siento cómo la culpabilidad se apodera de mí. Mis decisiones han afectado a la única persona que más amo en este mundo, y no puedo permitir que ese dolor persista.
—Nayla, escucha. Entiendo tu miedo, pero te lo prometí, ¿recuerdas? No voy a irme. No seré como mamá. Estoy aquí contigo, y siempre lo estaré. Eres mi prioridad, y nada en este mundo me separará de ti —Le aseguro, apretando su mano con ternura.
Aunque sus ojos aún reflejan tristeza, veo un destello de alivio en ellos. La reconforto con abrazos y palabras suaves, jurándole una vez más que mi amor por ella es inquebrantable. En este momento, mi única misión es restaurar esa luz en sus ojos y recordarle que, a pesar de todo, siempre tendrá a su padre a su lado.
La luz suave de la lámpara de la mesita de noche ilumina la habitación mientras Nayla se acurruca en su pijama, lista para entregarse al abrazo reconfortante del sueño. Me siento a su lado, mi voz lista para tejernos juntos en un cuento que la lleve hacia tierras mágicas y sueños felices.
—Érase una vez en un lejano reino, una pequeña princesa llamada Nayla. Ella tenía ojos llenos de estrellas y un corazón tan valiente como el de los héroes de los cuentos de hadas… —comienzo, sumergiéndonos en un mundo de fantasía donde los problemas se resuelven y la felicidad siempre prevalece.
Nayla me escucha con atención, sus ojitos parpadeando lentamente mientras el sueño se apodera de ella. A medida que avanzo en la historia, puedo sentir la calma envolvernos como una manta cálida. Su respiración se vuelve tranquila, y sé que el momento perfecto ha llegado.
Cuando la última palabra del cuento se desliza suavemente entre nosotros, la miro con amor mientras se sumerge en un sueño reparador. Su rostro tranquilo y la paz que se refleja en sus rasgos me llenan de gratitud y amor desmedido.
Me quedo allí, a su lado, observándola con reverencia. Puedo sentir el peso de la responsabilidad de ser su guía en este viaje llamado vida. La promesa que hice de nunca dejarla me impulsa a protegerla y cuidarla mientras duerme.
A medida que la oscuridad se apodera de la habitación, mi corazón late en sintonía con el suyo. El amor de un padre por su hija es un lazo eterno, y en este momento sagrado, me doy cuenta de que no hay lugar en el mundo donde preferiría estar que junto a ella. La luz tenue nos envuelve, y me siento agradecido por este pequeño rincón de paz que hemos creado juntos.
Con un beso suave en su frente, me retiro en silencio, dejando que los sueños de mi pequeña princesa la guíen hacia un mundo donde la felicidad florece sin obstáculos. A medida que cierro la puerta, mi corazón rebosa de amor y gratitud por la bendición que es ser el padre de Nayla.
El silencio de la noche se ve abruptamente interrumpido por un grito agudo que me arranca de un sueño profundo. Mi corazón da un vuelco en mi pecho mientras la bruma del sueño se disipa, y la única palabra que logro articular es el nombre de mi hija.
—Nayla.
Corro hacia su habitación, la preocupación apretando mi pecho como un puño. La luz tenue de la lámpara revela a mi pequeña en su cama, llorando desconsoladamente. Su figura temblorosa se eleva entre las sábanas, y su llanto me atraviesa como una flecha.
—Nayla, cariño, ¿qué pasa? ¿Qué te asustó? —inquiero, mi voz inundada de preocupación mientras la envuelvo en mis brazos.
Ella se aferra a mí con fuerza, sus sollozos llenando la habitación. Sus pequeñas manos se aferran a mi camisa como si temiera que la dejara ir en cualquier momento.
—Papi, soñé que te ibas… que me abandonabas —balbucea entre sollozos, su timbre llena de miedo.