Silas
La mañana siguiente, después de compartir un desayuno reconfortante, me aventuro nuevamente en el mundo de los peinados para Nayla. Inspirado por el éxito relativo de nuestra sesión de belleza improvisada, estoy decidido a hacerlo mejor esta vez.
Con cuidado y paciencia, logro crear dos coletas adornadas con moños bonitos. Nayla observa con ojos brillantes, y cuando me doy la vuelta para mostrarle el resultado, su rostro se ilumina de alegría.
—¡Papá, están hermosas! ¡Me encantan los moños! —exclama con entusiasmo, su risa resonando en la habitación.
La pequeña me felicita por mi mejora, y aunque sé que aún tengo mucho que aprender, aprecio la gratificación de verla tan feliz con el resultado. Nayla, en un gesto lleno de dulzura, me mira con seriedad y pronuncia las palabras que derriten mi corazón.
—¡Has ganado un beso en la mejilla, papá! —anuncia, extendiendo sus brazos en un gesto teatral.
Sigo el juego de mi hija y me inclino para recibir el tierno beso en la mejilla. La risa juguetona de Nayla llena la habitación, y en ese momento, siento una profunda conexión con mi hija. Estos pequeños triunfos, aunque simples, se vuelven victorias significativas en nuestra jornada juntos.
Mientras nos dirigimos a la escuela, el ambiente en el automóvil está lleno de alegría gracias a Nayla, quien canta animadamente las canciones que suenan en la radio. Su entusiasmo es contagioso, y no puedo evitar sonreír mientras disfruto de estos momentos cotidianos que por tonto casi pierdo.
De repente, divisamos un automóvil varado en el arcén, con su capó levantado, indicando claramente un problema mecánico. Nayla, siempre alerta, señala hacia el carro y exclama:
—¡Papi, debemos ayudar! Esa es la señorita Isla.
Mis ojos se amplían con sorpresa al reconocer el automóvil varado como el de Isla, la maestra de Nayla. Sin dudarlo, aparco nuestro vehículo a un lado de la carretera y nos acercamos para averiguar qué ha sucedido.
Isla, con una expresión de preocupación, nos saluda cuando nos acercamos. Nayla, sin titubear, ofrece su ayuda.
—¿Necesita ayuda, maestra Isla? Mi papá sabe mucho sobre carros.
—Hola, Isla. ¿Necesitas ayuda? —pregunto con amabilidad, tratando de ocultar mi sorpresa por este encuentro inesperado.
Isla me mira con agradecimiento, su rostro se ilumina con un destello de reconocimiento.
—Hola, Silas y Nayla. Sí, mi carro se ha averiado y no tengo idea de qué hacer.
Juntos, inspeccionamos el motor del carro y descubrimos que el problema es una manguera rota. Con un poco de ingenio y esfuerzo conjunto, logramos hacer una reparación temporal que le permitirá a Isla llegar a un taller mecánico cercano.
—Muchas gracias, Silas. No sé qué habría hecho sin tu ayuda. —Isla me agradece sinceramente, su sonrisa radiante.
Sonrío en respuesta, sintiendo una sensación de satisfacción por haber podido ayudar a alguien en apuros. Además, que no puedo negar que ella me agrada.
—Nos vemos en la escuela. —Nos despedimos de Isla y continuamos nuestro camino.
Después de llegar a la escuela, detengo el automóvil frente a la entrada y me giro hacia Nayla, quien se dispone a bajar. Antes de que lo haga, la detengo con un suave toque en el hombro.
—Nayla, recuerda lo que te dije, ¿de acuerdo? No quiero que te metas en problemas. Si algo te molesta o tienes algún problema, hazle saber a tu profesora. No vale la pena pelear, no es correcto.
Nayla asiente con una sonrisa, aunque su respuesta viene acompañada de una pequeña travesura.
—Lo sé, papá. Pero hoy mi peinado está tan bonito que sería un crimen arruinarlo peleándome. —responde con una risita juguetona, señalando sus coletas con moños.
Una carcajada escapa de mis labios mientras contemplo la lógica peculiar de mi hija. Aunque su prioridad parezca estar centrada en su peinado impecable, sé que estos pequeños intercambios son la forma en que ella procesa las lecciones que intento enseñarle.
—Bien, pequeña coqueta. Ve y brilla en la escuela. —le doy un beso en la mejilla, y ella se despide con una risa juguetona antes de salir del auto.
Observo cómo se aleja, con su mochila que balancea de un lado a otro. La vida escolar de Nayla está llena de sorpresas y desafíos, y aunque no puedo protegerla de todo, sé que estoy sembrando semillas de sabiduría y cuidado en su corazón.
Con un suspiro de resignación, pongo en marcha el auto, llevándome la imagen de Nayla, con su peinado perfecto y su risa juguetona, hacia otro día lleno de miradas y comentarios indiscretos.
Y como si fuera un adivino, tan pronto como llego a mi trabajo, la alegría que compartí con Nayla se ve empañada cuando vuelvo a enfrentarme a las miradas indiscretas de mis compañeros. La pesadez en el aire es palpable, y sé que mi situación personal es el tema de conversación entre ellos.
Cansado de sentir lástima ajena, de esas miradas compasivas que solo intensifican mi sensación de vulnerabilidad, decido tomar las riendas de la situación. Me paro en medio de la oficina, enfrentando a mis colegas chismosos.