Fátima
Mi infancia estuvo marcada por la adversidad, como si el destino hubiera decidido que cargaría con un peso adicional desde el principio. Mi padre, una sombra borrosa en la memoria, era un hombre sumido en el abismo del alcoholismo. Su risa estruendosa resonaba en la casa, una banda sonora de caos y desolación. Mi madre, por otro lado, parecía haberse desconectado del mundo, sumergida en su propia lucha interna.
Las noches eran las peores. El sonido de las discusiones, los cristales rotos y los sollozos eran el telón de fondo de mi infancia. A menudo, me refugiaba en mi habitación, tratando de bloquear el tumulto que se desataba en el resto de la casa. La soledad se volvió mi compañera constante, y en esa soledad, cultivé una fortaleza interior que me ayudaría a sobrevivir.
A medida que crecía, aprendí a cerrar mi corazón, a construir barreras para protegerme de la tormenta que era mi hogar. La escuela fue mi salvación, un refugio donde podía escapar temporalmente de las sombras que acechaban en mi vida cotidiana. Mis calificaciones eran mi boleto hacia un futuro diferente, un futuro que me permitiría liberarme de las cadenas de mi pasado.
Cuando llegó la adolescencia, decidí que merecía más. Tomé las riendas de mi destino, me alejé de mi hogar disfuncional en busca de una vida mejor. La ciudad ofrecía oportunidades y la promesa de un nuevo comienzo. Aprendí a confiar en mí misma y a no depender de nadie más. Cada logro, cada paso hacia delante, era una victoria sobre las sombras que amenazaban con consumirme.
La universidad, un lugar donde las promesas del futuro brillan como estrellas en el horizonte. Fue en ese escenario que mi vida tomó un giro inesperado, y me encontré envuelta en un torbellino de emociones que me llevaron a la encrucijada del amor y la traición.
Conocí a Dámaso en una clase de economía. Era todo lo que una joven universitaria podría desear: apuesto, exitoso, amable y proveniente de una familia adinerada. Nuestra conexión fue inmediata, y durante un tiempo, parecía que estábamos destinados a escribir una historia de amor perfecta.
Dámaso me mostró un mundo de lujos y oportunidades que nunca había imaginado. Sus gestos románticos y sus palabras dulces me hacían creer en un futuro brillante a su lado. En su abrazo, encontré refugio de los recuerdos oscuros de mi infancia, una escapatoria hacia un mundo donde el amor no estaba marcado por la desesperanza.
Sin embargo, la felicidad efímera que construimos se derrumbó abruptamente. La madre de Dámaso, una mujer fría y calculadora, no aprobaba nuestra relación. Con astucia maestra, tendió una trampa para destruir lo que habíamos construido. Sus mentiras, sus manipulaciones, convirtieron mi mundo en ruinas.
Una tarde, Dámaso llegó a mi apartamento con una frialdad que nunca había visto en él. Su mirada de desconfianza cortó más profundo que cualquier cuchillo. Apenas me dio la oportunidad de explicar, antes de dar un portazo y abandonar mi vida sin mirar atrás. La traición de la que fui víctima me dejó con el corazón roto y preguntas sin respuestas.
Me esforcé por reconstruir mi vida después de ese golpe devastador. Cerré las puertas al amor y me enfoqué en mis estudios y en alcanzar el éxito por mis propios medios. Aunque el tiempo curó las heridas, la cicatriz de aquel amor roto nunca desapareció por completo.
Cuando conocí a Silas, mi corazón aún llevaba las cicatrices del amor perdido. Sin embargo, su presencia trajo consigo una calidez que necesitaba desesperadamente en mi vida. Aunque no era el mismo fuego apasionado que había sentido antes, pensé que podría aprender a amar de nuevo.
Silas entró en mi vida como un ancla en medio de la tormenta. Su seriedad y determinación me ofrecían la estabilidad que había anhelado después de la desconfianza de Dámaso. En sus brazos, encontré un refugio seguro, un lugar donde las sombras del pasado parecían disiparse.
Al principio, creí que podría aprender a amarlo como amé a Dámaso, pero la realidad fue diferente. Silas era un hombre maravilloso, pero no encendía la misma llama en mi corazón. Sin embargo, la soledad y el miedo a estar sola me llevaron a tomar una decisión que cambiaría el rumbo de mi vida.
Opté por quedarme al lado de Silas, no porque lo amara apasionadamente, sino porque su presencia me ofrecía una sensación de seguridad que no estaba dispuesta a perder. La estabilidad que me brindaba era suficiente para apaciguar las sombras que acechaban en los rincones de mi mente.
En nuestra vida juntos, construimos una rutina, una vida que, aunque no era la historia de amor arrebatadora que soñé en mi juventud, me ofrecía la estabilidad y la seguridad que anhelaba. Silas se convirtió en el pilar sobre el cual apoyaba mi vida, una decisión basada en la necesidad más que en el deseo.
La costumbre que había construido con Silas se convirtió en mi cárcel, una jaula dorada que ocultaba la verdad de mi corazón insatisfecho. Aunque me repetía a mí misma que no volvería a cometer el mismo error, la monotonía de mi vida me llevó a una encrucijada de engaños y deseos reprimidos.
La primera traición fue un desliz, una brecha en mi promesa de fidelidad. La culpa se apoderó de mí, y juré que sería la última vez que permitiría que mi corazón divagara por caminos prohibidos. Pero las promesas se desvanecen como el humo, especialmente cuando el anhelo y la insatisfacción se convierten en compañeros constantes.