Desafiendo a mi Rey

La Presa

El sonido de su respiración agitada se mezclaba con el rugido del motor. Valentina no podía ver nada más allá de la capucha de tela áspera que le cubría la cabeza, pero sentía cada curva brusca, cada frenazo, cada aceleración que la hacía chocar contra las paredes metálicas de la camioneta.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde que la habían atrapado. Minutos, tal vez horas. Su cabeza latía con el eco de los golpes que había recibido al intentar resistirse. Sus muñecas ardían bajo las cuerdas que la mantenían inmóvil.

—¿Crees que valía la pena pelear, princesa? —se burló una voz masculina, ronca y con un deje de diversión cruel.

Valentina no respondió. No les daría el placer de escuchar su miedo.

La camioneta frenó de golpe. Unas manos rudas la tomaron y la arrastraron fuera. La arrojaron al suelo con violencia. Sintió el concreto frío y áspero contra sus rodillas descubiertas.

—Párala.

Alguien le quitó la capucha de un tirón. La luz artificial la cegó por un instante. Parpadeó varias veces hasta que su visión se aclaró.

Estaba en lo que parecía un almacén abandonado. Paredes de ladrillo descascarado, cajas apiladas, armas apoyadas en mesas de metal. Varias figuras la rodeaban, pero solo una capturó su atención.

Un hombre estaba sentado en un viejo sofá de cuero, con una pierna cruzada sobre la otra y un cigarro entre los dedos. Su cabello oscuro caía en ondas desordenadas sobre su frente, y su mandíbula afilada parecía esculpida con precisión. Su mirada, sin embargo, era lo más peligroso de él: fría, calculadora, como si pudiera ver a través de ella.

—Así que esta es la chica que causó tantos problemas —dijo, exhalando humo lentamente.

Valentina sostuvo su mirada sin pestañear.

—¿Y tú quién eres? ¿El rey de los imbéciles?

Hubo un murmullo de sorpresa entre los hombres. Algunos rieron con incredulidad. Otros la miraron como si acabara de firmar su sentencia de muerte.

El hombre sonrió, pero no era una sonrisa amable. Era una de esas sonrisas que prometían caos.

—Me llamo Dante —respondió, inclinándose ligeramente hacia adelante—. Y acabas de hacerme la noche más interesante.

Valentina no respondió. No iba a mostrar miedo. No iba a temblar, no iba a rogar. Si iban a matarla, lo harían con ella manteniendo la cabeza en alto.

Dante chasqueó los dedos y uno de los hombres se acercó con una navaja. Valentina apretó los dientes, preparándose para el dolor, pero en lugar de cortarla, el hombre simplemente deslizó la hoja por las cuerdas de sus muñecas, liberándola.

—Tienes dos opciones —dijo Dante, observándola con una mezcla de curiosidad y diversión—. Puedes seguir siendo una presa… o puedes demostrarme que tienes lo necesario para sobrevivir aquí.

Valentina frotó sus muñecas adoloridas y lo miró con frialdad.

—No soy una presa.

Dante sonrió de nuevo, esta vez con verdadero interés.

—Eso ya lo veremos.




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