Estaba leyendo una novela, para fines prácticos evitaré mencionar cual era. Entonces leí algo que un personaje de ella decía sobre las coincidencias, justo después de haber estado pensando en el peso que le damos y de haber formulado una metáfora de Dios respecto a ellas. La novela contenía una metáfora de la divinidad y las casualidades, decía literalmente: «La casualidad (...) es como Dios que se manifiesta cada segundo en nuestro planeta». Entonces me pareció que decía lo mismo que yo quise decir con mi metáfora. Eso me provocó un sentimiento de felicidad pequeña, vaga, mezclada con algo de cinismo, ¡un escéptico como yo pensando en estas cosas! La verdad es que sé bien la minúscula lectura de la existencia que implicaba llamar a las coincidencias destino, o inversamente. Pero de pronto, también recordé una casualidad vivida; había estado pensando en una chica que me sonrió ayer saludándome. La cual era hermosa, bellísima, y yo sospechaba que le gustaba por unos incidentes anteriores ese día.
Dejé de pensar en ella y me dirigí a la ventana de una oficina en la que me encontraba (que quedaba en el séptimo piso del edificio de la universidad) y la vi llegando con un amigo --que yo creía era un pretendiente que había rechazado--, así que me pareció una bonita casualidad. Un bello albur.
Realmente es difícil luchar contra esta tendencia mecánica de creer que los hechos están unidos por un hilo que los arrastra inequívocamente a alguna parte, por una mano que los conduce. Pero eso de que las coincidencias sumadas son un caminito que ha de seguirse necesariamente, no me convence para nada. Debo separar mi impulso de mi razón y evitar que mi corazón lata por una tontería como esta.