Desaparición de Cristal

Capítulo Uno: La Huida

Mi nombre es Natalia, y estoy decidida a escapar de esta prisión que llaman hogar. No sé quiénes son mis verdaderos padres, aunque el deseo de encontrarlos arde dentro de mí. Sin embargo, por ahora, todo lo que puedo hacer es sobrevivir a la opresión que me rodea. Desde que tengo memoria, he estado atrapada en esta cárcel emocional y física, primero bajo el control de mis padres adoptivos y luego, de mi esposo.

Mis padres adoptivos siempre insistieron en que debía estar agradecida. Según ellos, me salvaron de una vida de penurias, ofreciéndome comida, un techo y la "oportunidad" de encontrar al supuesto amor de mi vida. Pero la realidad fue muy diferente. Desde niña, me tuvieron encerrada en un sótano oscuro, saliendo solo para realizar tareas domésticas. Mi vida era un ciclo interminable de humillación y trabajo, marcado por su desprecio y control absoluto.

Todo cambió aquella mañana en la que me permitieron salir del sótano, pero solo porque había algo importante que preparar.

—Arreglarás la casa y, si haces un buen trabajo, podrás ducharte. Tu madre te ha comprado un vestido. Póntelo y arréglate. Hoy vienen personas importantes, y necesitamos impresionarles —ordenó Marcus, mi padre adoptivo, con su tono habitual, frío e imperativo.

—De acuerdo, Marcus —respondí bajando la cabeza, como siempre me exigía.

Él frunció el ceño.

—Esta noche me llamarás "papá", ¿entendido? Podrás levantar la cabeza y mirar a todos a los ojos.

—Sí... papá —murmuré con resignación.

No entendía por qué debía estar presente en esa reunión, pero cualquier excusa para salir del sótano era un alivio, aunque solo fuera por unas horas. Quizás, por un breve instante, podría sentirme como una persona normal.

—No olvides tomar tu medicación, Natalia. No queremos problemas —agregó Elizabeth, mi madre adoptiva, con una sonrisa tan falsa como su afecto.

La casa no era demasiado grande, apenas dos plantas, y terminé las labores en unas pocas horas. Al terminar, subí apresurada al baño. Mi madre había dejado un vestido sobre la cama; me sorprendió que acertara con mi talla, considerando que siempre llevaba ropa vieja y desgastada. Aunque me parecía extraño, no iba a desaprovechar la oportunidad de ducharme.

Después de lavarme, me puse el vestido y bajé las escaleras, donde Elizabeth ya me esperaba con la pastilla diaria. Aún no sabía qué contenían esas píldoras, pero me dejaban en un estado de letargo que dificultaba incluso pensar con claridad.

La reunión no fue más que una fachada para sellar mi destino. Mis padres inclinaron la cabeza con respeto ante la familia de mi futuro esposo, una deferencia que nunca me habían mostrado a mí.

—Vaya, esta es su hermosa hija. Un gusto, Natalia, soy Fernando, tu futuro suegro. Espero que seas tan dócil como dicen tus padres. Este es Sebastián, tu futuro esposo. No hace falta que hablen, ya me ha dicho que le gustas, así que está todo decidido —anunció con arrogancia.

En menos de un mes, estaba casada con ese hombre. Sebastián era bajo, con poco más de 1,70 metros, cubierto de tatuajes y con una mirada verde que no inspiraba confianza, sino miedo. Desde el principio, su aura oscura me perturbó. La vida con él era incluso peor que con mis padres adoptivos.

Si desobedecía sus órdenes, me encerraba en una pequeña habitación que él llamaba "el cuarto del pánico", un espacio tan reducido que solo podía estar de pie. Una vez, me dejó allí más de un día, olvidando que me había encerrado.Lo unico que no olvidaba era el tema de las pastillas que me daban.

A pesar del abuso, me vi obligada a complacerlo. Fue así como llegó mi primera hija, Sandra. Aunque su llegada llenó mi vida de un destello de luz, mi situación no mejoró. Críe a Sandra en el mismo sótano donde pasé gran parte de mi vida. Cuatro años después, nació mi segunda hija, Damaris. Pero Sebastián no estaba contento: quería un hijo varón. Agradecí en silencio que fuera otra niña, ya que, según él, si hubiera sido un niño, me lo habría arrebatado para siempre.

Mis hijas eran mi único consuelo, pero cuando Sebastián, en un arrebato de borrachera, anunció que planeaba separarme de ellas, supe que debía actuar. No iba a permitirlo.

Llevaba más de un mes sin tomar las pastillas. Aunque una voz en mi cabeza comenzó a hablarme, decidí ignorar el miedo.

—Natalia, escucha. Si quieres salir de aquí, tendrás que confiar en mí —dijo aquella voz, que parecía venir de lo más profundo de mi ser.

—¿Quién eres? —pregunté, confundida, como si hablara con mi subconsciente.

—Soy Kiara. No te preocupes. Una vez que estemos a salvo, te lo explicaré todo.

Esa noche, mientras mis hijas dormían, comencé a preparar nuestra huida. Empaqué lo poco que teníamos: mantas, algo de comida y cualquier cosa que pudiera ser útil.

—Mamá, ¿qué estás haciendo? —preguntó Sandra, su vocecita interrumpiendo mis pensamientos.

—Cariño, nos vamos de aquí.

—¿Nos vamos? ¿A dónde? ¿Por qué?

—Es complicado, Sandra. Pero tenemos que irnos para estar seguras.

Sandra frunció el ceño. Era una niña inteligente, mucho más de lo que debería ser a sus ocho años.

—¿Es por él, mamá? ¿Es porque siempre te grita?

Me detuve y me arrodillé frente a ella, tomando su carita entre mis manos.

—Sí, hija. Es por él. Y porque quiero que tú y Damaris tengan una vida mejor. Donde nadie las lastime, donde puedan ser felices.

—¿Va a venir a buscarnos? —preguntó, sus ojos llenos de preocupación.

—No lo permitirá. Prometo que haré todo lo posible para protegerlas.

Sandra asintió, aunque el miedo seguía reflejado en su mirada.

—¿Nos llevaremos a Mía? —preguntó, señalando su muñeca de trapo, una de las pocas pertenencias que tenía.

—Por supuesto. Todo lo que quieras llevar, lo llevaremos.

Ella abrazó a Mía y luego me abrazó a mí, aferrándose con fuerza.

La mañana llegó rápidamente. Con la ayuda de Kiara, logré salir del sótano sin que nadie lo notara. Sebastián no había cerrado la puerta con llave, y la casa estaba en silencio. Con Damaris en brazos y Sandra sujetándome la mano, subimos a la planta principal.




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