Antonella
El sueño comenzó como un susurro, una bruma densa que me envolvía mientras caminaba por un bosque infinito. En el centro de todo, una mujer de cabello oscuro y ojos profundos emergió, llevando consigo a dos niñas pequeñas. Una de ellas agarraba con fuerza la mano de la mujer, mientras que la más pequeña parecía acurrucarse contra su costado. Podía sentir su miedo como si fuera mío, el peso de su determinación atravesándome el alma.
Detrás de ellas, una sombra oscura se cernía, como una amenaza latente que no terminaba de mostrarse. La mujer miraba hacia atrás, sus ojos llenos de fuego y dolor, mientras apretaba el paso para proteger a las niñas. Sentí que quería ayudarla, pero mis pies estaban clavados al suelo. El bosque comenzó a desmoronarse, y justo cuando la sombra estaba a punto de alcanzarlas, me desperté con un jadeo.
El sudor perlaba mi frente, y mi corazón latía como si quisiera salirse de mi pecho. La luz del amanecer se filtraba a través de las cortinas, bañando la habitación en un tono cálido que contrastaba con el frío que sentía por dentro. Me incorporé lentamente, tratando de no despertar a Dorian, pero mi lobo interior, Dulce, estaba tan inquieto como yo.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté en voz alta, más para mí misma que para nadie en particular.
—No lo sé, Antonella —respondió Dulce con un tono angustiado—. Pero esa mujer… esas niñas… siento que algo importante está ocurriendo.
Entré al baño y me duché, tratando de despejar la mente, pero el sueño seguía persiguiéndome. Las imágenes no se iban, y la angustia se asentaba como una piedra en mi pecho.
Al salir, encontré a Dorian sentado al borde de la cama, con la mirada perdida. Sus ojos reflejaban algo que rara vez veía en él: confusión.
—¿Pasa algo, amor? —le pregunté suavemente, aunque algo en mi interior ya sabía la respuesta.
—He tenido un sueño rarísimo —admitió, sin levantar la vista—. Mi lobo está inquieto, como si algo fuera a pasar… He visto a una mujer hermosa…
—Con dos niñas pequeñas —le corté, sintiendo un escalofrío recorrerme.
Nuestros ojos se encontraron, y en ese momento comprendí que habíamos soñado lo mismo.
—Esto es muy extraño, Dorian. ¿Tú crees que podría ser… nuestra cachorra? —pregunté con voz temblorosa, el miedo y la esperanza mezclándose en mi pecho. Hablar de Cristal siempre era difícil para ambos. La herida seguía abierta, y la idea de que pudiera estar viva era tan maravillosa como aterradora.
Dorian se tomó un momento antes de responder, apretando los puños con fuerza.
—No lo sé, cariño. Pero esto puede ser una señal… Hablaré con los mayores. Quizá ellos sepan algo.
—Ojalá, amor. Ojalá tengamos ya una pista —le dije, sintiendo una chispa de esperanza.
El consejo de mayores accedió a recibirnos rápidamente, aunque se encontraban a 72 horas de nuestra manada. Dejamos todo a cargo de Diego, nuestro hijo, junto con nuestro beta. Confiaba en que cuidarían de nuestra gente mientras estábamos fuera.
El viaje se hizo eterno, cargado de incertidumbre. Mi mente no dejaba de dar vueltas al sueño. Podía sentir el aura de aquella mujer; su fuerza y determinación me impactaban. Aunque no podía explicar por qué, sentía que esas niñas estaban conectadas con nosotros, de alguna manera.
El aire fresco llenó mis pulmones al salir de aquella casa. Caminábamos por un sendero de piedras que nos llevó hasta una carretera solitaria. Las niñas estaban agotadas, y aunque mis brazos dolían, cargué a Damaris mientras Sandra caminaba torpemente a mi lado.
Pasaron varios días de hambre y frío, pero llegamos a una ciudad. La vista de los coches lujosos y los edificios imponentes me hacía sentir aún más pequeña, pero sabía que aquí podríamos encontrar algo de ayuda.
-Mami, tenemos hambre…- dijo Damaris con su vocecita débil.
-Y estamos cansadas, mamá…- añadió Sandra, con los ojos llenos de lágrimas.
Nos sentamos en una plataforma de madera para descansar. Abrí la mochila y saqué lo poco que quedaba: un trozo de embutido y un poco de agua. De pronto, un coche negro frenó cerca de nosotras. Su estruendo me hizo saltar.
De él bajaron una mujer rubia de ojos verdes y un hombre alto y robusto de cabello oscuro y mirada amarilla. Mi cuerpo se tensó de inmediato. Ese olor… había algo extraño en ellos.
-No te asustes, no queremos hacerte daño.- dijo la mujer, con una voz que intentaba sonar tranquila.
Dorian
Desde el momento en que las vi, algo dentro de mí se revolvió. Mi lobo, Kael, estaba inquieto, gruñendo en mi interior.
-Esas niñas… esa mujer… tienen miedo. ¿Sientes lo mismo que yo?- me dijo Kael con un gruñido bajo.
-Sí. Hay algo en ellas que no puedo ignorar.- le respondí, apretando los puños con fuerza para contenerme.
El miedo en los ojos de la niña mayor, su desafío al mirarnos, me enfureció más de lo que podía soportar. Pensar que ese hombre al que llamaban "papá" podía ser responsable de su sufrimiento me llenaba de rabia, pero no debía mostrarlo.
-Por ahora, calma. No queremos asustarlas más.- dije mentalmente a Kael, mientras respiraba hondo para calmarme.
Natalia
-No, nos llevarás con mi papá.- dijo Sandra, desafiante, desde detrás de mí.
-¿Tenéis hambre? Podemos llevaros a comer algo.- dijo el hombre, con voz grave, pero tratando de sonar amable.
-¡No, mamá, no me fío de ellos!- protestó Sandra, mirando al hombre con desconfianza.
-Está bien, cariño, mamá está aquí.- le dije, intentando calmarla.
-No sabemos quién es tu papá, pequeña. No queremos separaros de vuestra mamá.- dijo la mujer con dulzura, inclinándose un poco para estar a su altura.
La voz de Kiara resonó en mi mente de nuevo.
-Deberías aceptar su ayuda. No siento peligro en ellos.-
Aunque no entendía del todo quién era esa voz o por qué aparecía ahora, sentía que debía confiar en ella.
Miré a mis hijas, agotadas y hambrientas, y finalmente asentí con cautela.