Sebastián
Un dolor agudo le atravesaba las sienes, como si clavos candentes se clavaran en su cráneo. Cada latido de su corazón retumbaba en su cabeza, amplificando el martilleo constante. Se llevó las manos al rostro y soltó un gruñido ronco. Intentó incorporarse, pero el peso de su propio cuerpo lo obligó a permanecer tumbado. Pasaron al menos un par de horas hasta que logró levantarse tambaleante.
Caminó hasta el baño y abrió la ducha. El agua fría cayó sobre su piel, despejando levemente la niebla de su mente. Se quedó allí durante varios minutos, permitiendo que el agua lo golpeara mientras intentaba recomponer sus pensamientos. Al salir, se secó perezosamente y dirigió la mirada hacia el reloj de la pared.
—¿Las dos de la madrugada?—masculló, incrédulo.
Había dormido dos días completos. Era cierto que había pasado días sin dormir, buscando alguna casa que aceptara a esas mocosas, pero no pensó que la borrachera le afectaría tanto. Se sintió irritado consigo mismo. ¿Cómo había permitido tal debilidad?
Esa noche, decidido a comprobar cómo se encontraba su "queridísima esposa" y esas repugnantes niñas, bajó lentamente hacia el sótano. Si no fuera por su ADN de lobo, jamás pondría un pie en esta casa. Su padre lo había obligado a casarse con Natalia. Necesitaban combinar los genes de lobo y cazador para crear un híbrido imponente, pero la estúpida solo sabía procrear hijas. Inútil.
«Ya tengo un plan para deshacerme de esas mocosas. Las venderé como plebeyas o sirvientas, es para lo único que van a servir», pensó con desprecio.
Mientras bajaba por las escaleras del sótano, notó algo extraño. Todo estaba oscuro y en silencio. Natalia siempre suplicaba dormir con una luz encendida para no temerle a la oscuridad. Le había concedido esa nimiedad solo para que dejara de molestar. Se acercó a la puerta y notó que no estaba cerrada con llave.
—¿Qué demonios?—susurró, frunciendo el ceño.
Pensó que algún idiota del servicio habría dejado la puerta abierta tras llevarles comida. Sin pensarlo, empujó la puerta. La habitación estaba vacía. Natalia y las niñas no estaban.
Una ola de ira lo recorrió de pies a cabeza. Su respiración se volvió pesada, sus manos temblaban.
—¡No puede ser!—rugó, golpeando la pared con el puño.
Subió corriendo hasta la sala de cámaras de seguridad y revisó los videos. Ahí estaba: él mismo había dejado la puerta sin cerrar.
—¡Soy un maldito imbécil!—gritó, golpeando el escritorio.
Su padre lo mataría cuando se enterara. Bastante presión tenía ya por no haber conseguido un hijo. Sin perder más tiempo, llamó a su chofer.
—Prepara el coche. Vamos a buscar a Natalia y a las niñas. ¡AHORA!—ordenó.
El coche avanzaba rápido por los caminos desiertos. Llegaron a un cruce.
—Ella no sabe leer—murmuró.— Seguro que tomó el camino hacia el pueblo. Iremos por ahí.
Lo que Sebastián no sabía era que Natalia había tomado el camino opuesto, rumbo a la ciudad.
El pueblo al que llegaron estaba muerto. Calles vacías, casas deterioradas. Nadie a quien preguntar. Cada minuto que pasaba, la ira de Sebastián creció.
—¡Maldita sea!—gruñó, pateando una piedra.
Sacó su teléfono y marcó el número de su padre. La llamada fue respondida rápidamente.
—¿Qué quieres?—resonó la voz fría de su padre.
—P-papá... se ha escapado.— Su voz temblaba.
—¿Cómo que se ha escapado, idiota? ¡¿Cómo permitiste que la asquerosa loba se escapara?!—rugió su padre, la furia palpable.
—No sé cómo pasó. Yo... dejé la puerta sin cerrar.
Hubo un silencio pesado.
—¡Eres un incompetente!—gritó. —¡Encuéntrala antes de que alguien más lo haga o serás tú quien pague las consecuencias!
Sebastián tragó saliva, sintiendo un sudor frío recorrerle la espalda.
—No fallaré, padre.
—Más te vale. ¡Haz lo que tengas que hacer, pero encuéntrala!
La llamada se cortó. Sebastián apretó los puños hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Su pecho subía y bajaba con rapidez.
—¡Te encontraré, Natalia! Y esta vez... no habrá escapatoria.
Sebastián, al no encontrar rastro alguno de Natalia y las niñas en el pueblo y despues de la llamada de realizo a su padre , tomó una decisión desesperada. Aunque detestaba tratar con los padres adoptivos de su esposa, sabía que eran su única conexión cercana. Ellos conocían a Natalia lo suficiente o eso pensaba el. Sacó su teléfono con una mano temblorosa de ira y marcó el número que tenía guardado bajo el contacto “Parásitos”.
El tono de espera se alargó hasta que finalmente se escuchó una voz ronca y llena de desgano.
—¿Qué demonios quieres a estas horas, Sebastián? —respondió Marcus el padre adoptivo de Natalia, con evidente molestia.
Sebastián no se molestó en disimular su furia.
—Tu hija se ha escapado, ¡y con mis hijas! Necesito saber si ha ido a vuestra casa o si ha intentado contactar con vosotros.
Hubo un silencio incómodo al otro lado de la línea, antes de que el hombre soltara una carcajada fría.
—¿Escapado? ¿Cómo se te pudo escapar esa inútil? No tiene ni cerebro ni agallas.
—¡Cállate y escucha! —rugió Sebastián, golpeando el volante con fuerza, haciendo que su chófer le lanzara una mirada nerviosa—. Si no la encuentro, todo vuestro poder, ¡todo!, desaparecerá. Mi padre me matará si no soluciono esto. Necesitamos un hijo de ella. ¡Necesitamos su poder!
El hombre al otro lado se quedó callado un momento, como si estuviera evaluando la gravedad de la situación. Entonces, su voz se tornó más sombría.
—Escúchame bien, Sebastián. Esa perra aparecerá. No te preocupes. ¿A dónde puede ir? No tiene ni dónde caerse muerta.
—Eso es lo que pensé, pero si tiene la ayuda de alguien… —respondió Sebastián con los dientes apretados, incapaz de contener su creciente frustración—. ¡Necesito que tú y tu mujer os aseguréis de que no esté escondida por allí o intentando contactaros!