Sebastián apretaba los dientes mientras su chofer conducía con torpeza por las calles de la ciudad. La habitación vacía del hotel y el rastro del Audi 4x4 quemando ruedas en la parte trasera seguían repitiéndose en su mente como un eco. ¿Cómo era posible que Natalia, con sus limitados recursos, pudiera estar siempre un paso por delante?
—¡Idiotas incompetentes! —gruñó, golpeando el salpicadero del coche con tanta fuerza que dejó una grieta visible—. ¿Cómo nadie en ese maldito hotel vio nada?
El chofer no dijo nada, concentrado en mantener la velocidad mientras esperaba nuevas órdenes. Sabía que cualquier comentario en ese momento solo encendería aún más la furia de Sebastián.
Sebastián sacó su teléfono y llamó a uno de sus contactos, un rastreador experimentado que había trabajado anteriormente con su padre.
—¿Victor? Necesito que rastrees un coche. Un Audi 4x4 negro. Salió del Hotel Mirador hace menos de diez minutos. Usa tus recursos. Cámaras, satélites, lo que sea necesario.
—Entendido, señor. Pero necesitaré algo de tiempo para acceder a los sistemas.
—No tengo tiempo, Victor. ¡Hazlo ahora o búscate otro trabajo!
Colgó antes de que el hombre pudiera responder, su mirada llena de una mezcla de frustración y sadismo. Estaba claro que no se detendría hasta encontrar a Natalia.
Sebastián encendió otro cigarro, ignorando el hedor que aún impregnaba su coche debido a su encuentro en el hotel. Llamó a su padre, un hombre frío y calculador, que siempre encontraba una forma de rastrear a sus enemigos.
—Padre, necesito ayuda.
—¿Qué ocurre, Sebastián? —preguntó el hombre con voz firme y serena.
—La perra se me ha escapado de la punta de los dedos. Pero no está sola. Alguien la está ayudando, y creo que son lobos.
Un silencio tenso se formó al otro lado de la línea antes de que su padre hablara de nuevo, su tono más frío que nunca.
—¿Lobos? —repitió, su voz cargada de desdén—. ¿De qué lobos estás hablando, Sebastián?
—No estoy seguro —respondió Sebastián, apretando los dientes—. Pero hay algo raro. Esos bastardos la están protegiendo.
El padre de Sebastián soltó un gruñido desde el otro lado del teléfono.
—¿Sabes lo que eso significa, inútil? Si son lobos ayudándola… ¿y si son sus padres?
Sebastián frunció el ceño, confundido.
—¿Te refieres a sus padres adoptivos? Esos idiotas nunca—
—¡No seas imbécil! —lo interrumpió su padre, su tono subiendo un grado en intensidad—. Estoy hablando de sus verdaderos padres.
La mandíbula de Sebastián cayó ligeramente, sorprendido.
—¿Crees que ellos...? No puede ser. Es imposible que hayan dado con ella después de tantos años.
—¿Imposible? —se burló su padre, con un tono lleno de veneno—. No tienes idea de lo que esos lobos son capaces de hacer por sus crías. Fue un milagro que lográramos robar a esa asquerosa perra y que no se dieran cuenta. Si esa familia la ha encontrado… —hizo una pausa, su voz bajando en intensidad pero no en amenaza—. Más te vale que no sea así, Sebastián. Porque si lo es, las consecuencias serán catastróficas, no solo para ti, sino para todos nosotros.
Sebastián sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No le tenía miedo a muchas cosas, pero las palabras de su padre le hicieron comprender la magnitud del peligro.
—¿Estás seguro de que podrían ser ellos? —preguntó, finalmente, su tono más cauteloso.
—Espero que no tengas esa mala suerte, Sebastián. Pero si lo son, será mejor que termines con esto rápido. No les des tiempo para moverse o para organizarse. De lo contrario, estaremos enfrentando algo que ni tú ni yo podremos controlar.
Sebastián apagó el cigarro con furia, tratando de reprimir el malestar que lo consumía.
—No te preocupes, padre. Me aseguraré de atraparla. Con o sin ellos, Natalia volverá conmigo, y pagaré con creces por todos los problemas que me está causando.
El padre soltó una risa amarga.
—Eso espero. Porque si fallas, Sebastián, ni siquiera yo podré protegerte de lo que vendrá.
Sebastián colgó la llamada y se giró hacia su chofer.
—Conduce hacia el aeropuerto. Rápido. Y si no podemos alcanzarlos allí, comenzaremos a buscar por toda la ciudad.
Mientras el coche rugía por las calles, Sebastián miró por la ventana con una mezcla de rabia y preocupación. Si los verdaderos padres de Natalia realmente estaban involucrados, todo este juego iba a volverse mucho más peligroso de lo que había imaginado.
El padre de Sebastián miró el teléfono con desprecio tras colgar la llamada. Su rostro, endurecido por los años de crueldad, estaba marcado por la frustración.
—¡Mierda! —exclamó, lanzando un cenicero contra la pared—. ¿Cómo he terminado criando a un inútil como Sebastián?
Caminó de un lado a otro en su amplio despacho, iluminado únicamente por la tenue luz de una lámpara de escritorio. Las paredes estaban adornadas con trofeos y armas, un reflejo de su posición como líder de los cazadores. Apretó los puños, intentando contener la furia que hervía en su interior.
—Podría acabar con esos lobos en un abrir y cerrar de ojos —gruñó para sí mismo—, pero no puedo moverme todavía. No hasta que esa perra me dé lo que necesito.
Se detuvo frente a una ventana que daba al extenso terreno de su propiedad. Su mirada se perdió en la oscuridad de la noche, pero su mente estaba en un solo lugar: en Natalia.
—El niño… —murmuró—. Cuando tenga a ese niño, todo esto valdrá la pena. Y cuando ya no me sirva, ella será... mía.
La sonrisa cruel que se dibujó en su rostro revelaba las retorcidas intenciones que guardaba. Se pasó una mano por el cabello, respirando profundamente para calmarse, pero no lo logró.
—No, no puedo quedarme aquí sin hacer nada… —dijo en voz baja mientras salía de su despacho con pasos firmes, descendiendo hacia el sótano de su mansión.
Los pasillos oscuros y fríos estaban impregnados de un aire de desesperación. Los ecos de cadenas y sollozos le daban al lugar una atmósfera inquietante. Se detuvo frente a una celda específica, sacó una llave de su bolsillo y abrió la puerta con un chirrido metálico.