Dorian después de hablar con Leonidas se volvió a acercar al coche, con una suavidad que solo un padre podía tener, le ofreció la mano a Natalia para ayudarla a bajar.
La mano de Dorian se aferró con firmeza a la suya, brindándole seguridad. Natalia sintió el calor de su tacto, algo que le resultaba extraño después de tanto tiempo sin recibir una muestra de cariño genuina.
Las niñas también descendieron del vehículo, sus pequeños ojos llenos de curiosidad. Damaris se quedó cerca de su madre, sosteniendo su vestido, mientras Sandra observaba todo con atención.
Leonidas sintió que el aire le faltaba.Pese a la delgadez que evidenciaba los años de sufrimiento, Natalia era la mujer más hermosa que había visto en su vida.
Le costó un esfuerzo titánico mantenerse en su sitio. Cada célula de su cuerpo le exigía moverse, tocarla, reclamarla.
Su lobo, Aegis, gruñía con impaciencia.
"Es nuestra. No lo dudes. Acércate, tócala. Arráncala de sus manos."
Leonidas apretó los puños y cerró los ojos por un segundo, luchando contra la urgencia de apartar a Dorian y ser él quien tocara su piel.
Pero entonces, Natalia lo miró.
Kiara, su loba, se quedó completamente inmóvil.
Los segundos que pasaron fueron eternos para todos, pero para Natalia fueron apenas un instante. El aro de sus ojos cambió a un ámbar brillante.
Sin darse cuenta, había reconocido a su compañero.
El lazo estaba ya escrito.
Leonidas sintió un temblor recorrerle el cuerpo. Lo había sentido.
"Nos reconoció. Aunque no lo entienda, su lobo sí lo sabe."
Pero antes de que pudiera decir algo, Natalia se giró y siguió avanzando.
Entraron en la casa de la manada.
Los pasillos eran amplios, decorados con muebles de madera oscura y ventanales que dejaban entrar la luz. Omegas iban y venían, sirviendo platos, organizando habitaciones, asegurándose de que todo estuviera en orden.
Natalia y las niñas admiraban el lugar. Pero entonces, el miedo la golpeó como una ola helada.
"¿Y si me encierran aquí? ¿Y si nunca nos dejan salir?"
Su respiración se aceleró. Soltó la mano de Dorian y empezó a retroceder. Agarró a sus hijas de las manos y las llevó hacia la puerta.
—Mamá… —susurró Sandra, notando el temblor en su mano.
Leonidas y Diego sintieron el pánico en su aroma antes de que ella siquiera hablara.
Antonella fue la primera en reaccionar. Dio un paso adelante con calma, su voz llena de ternura.
—Tranquila, Natalia… aquí nadie va a hacerte daño. No somos como ellos.
Natalia respiraba con dificultad. Su cuerpo temblaba.
Leonidas y Diego se contuvieron. Pero estaban al límite.
"¿Cuánto daño le hicieron?"
¿Cuántos años había vivido con miedo?
Consiguieron convencerla de entrar nuevamente. Dorian la guio con paciencia, permitiéndole que se sintiera en control.
Cuando llegaron al comedor, la mesa estaba servida con una variedad de platos deliciosos. El aroma a pan recién horneado, carne asada y guisos perfumados llenaba el ambiente.
Dámaris abrió los ojos con sorpresa.
—¿Todo esto es para nosotros?
La risa de Dorian llenó la habitación.
—Claro que sí, pequeña. Coman todo lo que quieran.
Natalia observó la comida, aún insegura. Había pasado tanto tiempo recibiendo raciones mínimas que le costaba creer que podía comer sin restricciones.
Pero las niñas no dudaron. Se lanzaron sobre los platos con entusiasmo, comiendo como si llevaran días sin probar bocado.
Mientras tanto, Diego no podía apartar la mirada de Sandra.
"¿Cómo es posible que haya soñado conmigo?"
Apretó los puños.
Leonidas tampoco quitaba los ojos de Natalia. Cada gesto suyo, cada respiro, le hacía sentir que estaba al borde de la locura.
Finalmente, Dorian se aclaró la garganta.
—Debemos hablar —dijo, mirando a Diego y Leonidas.
Los tres hombres se dirigieron al despacho.
El ambiente se volvió pesado al cerrar la puerta.
—¿Qué descubriste? —preguntó Leonidas con impaciencia.
Diego apoyó ambas manos sobre el escritorio y exhaló con fuerza.
—Las pastillas, hasta que no llegue el sanador, no podremos saber nada de ellas.
Dorian asintió con seriedad.
—Traer al sanador para que la examine. Y a las niñas.
—Ya está avisado, padre. Llegará en cualquier momento —respondió Diego.
Mientras esperaban a que llegara el sanador, Dorian explico todo, dio la descripción del hombre y como se puso Natalia al verlo, Leonidas tuvo que contenerse para no hacer pedacito el despacho.
Después de la comida, los guiaron hasta una habitación en el segundo piso de la casa.
Cuando Natalia cruzó la puerta, sus ojos se abrieron con sorpresa.
Las paredes eran de un rosa chicle y blanco, transmitiendo una calidez inesperada. Había un amplio balcón con cortinas blancas que ondeaban con la brisa, ofreciendo una vista impresionante del bosque.
Podía ver los altos árboles que rodeaban la manada, sus frondosas copas mecidas por el viento. Era un paisaje hermoso, casi irreal.
En el centro de la habitación había una enorme cama king, con sábanas suaves y mullidas almohadas.
Pero no tuvo tiempo de procesar nada más porque, en cuanto las niñas vieron la habitación, se volvieron locas de emoción.
—¡Mamá, mira! ¡Es enorme! —gritó Sandra mientras corría por el cuarto.
Dámaris, más tímida, se acercó a la cama y deslizó las manos sobre la colcha con admiración.
De pronto, Sandra saltó sobre el colchón, riendo con felicidad.
—¡Mira qué suave!
Dámaris la imitó, y pronto ambas estaban saltando y riendo sin parar.
Pero Natalia, aunque encantada de verlas felices, se alarmó de inmediato.
—¡Niñas, no podéis saltar en la cama! —regañó con un tono firme.