Desaparición de Cristal

Capitulo 21

Leonidas estaba fuera de sí, su instinto de alfa rugiendo dentro de él. Alguien había estado en la habitación de Cristal. Alguien había intentado acercarse a las niñas. Se movió rápidamente, olfateando el aire con fiereza, buscando la dirección en la que había escapado el beta. Sus músculos estaban tensos, listos para atacar. El ruido de su furia desató el caos en la casa de la manada. Las puertas se abrieron de golpe, los lobos salieron alertas, sus sentidos agudizados.

El primero en aparecer fue Diego, quien al ver el estado de Leonidas, se alarmó. —¿Qué demonios está pasando? —exigió, observando cómo el alfa parecía un depredador descontrolado.

Leonidas no respondió de inmediato. Sus ojos estaban Amarillos brillantes, señal de que su lobo estaba al mando. En la puerta de la habitación, Cristal se aferraba a las pequeñas, protegiéndolas con su cuerpo. Sus labios estaban temblorosos, pero su mirada era firme. Entonces, Sandra vio a Diego. Sin pensarlo, corrió hacia él, abrazándose a su pierna con un sollozo.

—Diego… —lloriqueó con miedo en su vocecita.

Diego sintió que algo dentro de él se rompía. Se inclinó de inmediato y la levantó en brazos, acariciando su cabecita con ternura.

—Tranquila, pequeña —susurró, intentando calmarla—. Ya pasó. Estoy aquí.

Pero no había pasado. La amenaza seguía presente. Dorian y Antonella llegaron segundos después. Antonella corrió directo hacia Cristal y la pequeña, asegurándose de que estuvieran bien. Dorian, en cambio, notó el aire cargado de tensión.

—Leonidas, habla —ordenó con tono de alfa—. ¿Qué ocurrió?

Leonidas respiró hondo, tratando de recuperar el control. Su mirada se posó en Dorian, y su voz salió ronca, cargada de ira.

—Alguien entró a la habitación de Cristal. La ventana estaba abierta… y el único olor que quedó impregnado fue el de tu beta.

Un silencio mortal cayó en el pasillo. Dorian sintió que el aire se volvía pesado.

—Eso no puede ser —dijo con frialdad—. Él jamás haría algo así. Leonidas gruñó, dando un paso adelante.

—No quiero escuchar excusas. Quiero respuestas. Dorian lo miró fijamente, su mandíbula tensa. No podía ignorar la posibilidad de una traición dentro de su propio círculo.

—Lo encontraremos —sentenció. Leonidas se acercó a Cristal, sin apartar la mirada de su entorno. Su lobo estaba inquieto.

—Nos vamos de aquí —declaró con voz autoritaria. Cristal frunció el ceño.

—No puedes simplemente decidir eso. Leonidas se giró hacia ella con intensidad.

—Sí, puedo. Y lo haré.

Ella quiso responder, pero en ese momento, un aullido resonó en la distancia. Uno que no pertenecía a la manada. Antonella sintió un escalofrío.

—No estamos solos… Dorian contactó con la manada por enlace mental.

—Quiero a todos los guerreros patrullando la zona. Ahora.

Diego sujetó con más fuerza a Sandra, mientras Cristal sintió un miedo primitivo crecer en su pecho. Sabía que algo oscuro estaba acercándose. Y esta vez… no habría escapatoria.

El aullido resonó en la distancia como una advertencia mortal. Leonidas, Dorian y Diego se tensaron al instante. Algo se movía entre los árboles, acechando en las sombras.

—¡Mierda! ¡Cierren todas las salidas! —rugió Dorian mientras enlazaba mentalmente con los guerreros. Pero ya era demasiado tarde. El ataque había comenzado.

Dos sombras se movieron en la oscuridad como fantasmas. Sebastián y Fernando aprovecharon el caos para infiltrarse. Mientras todos estaban concentrados en encontrar al beta traidor, ellos ya estaban dentro.

Cristal sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Algo estaba mal. Muy mal. Instintivamente, se giró hacia sus hijas. Su corazón se detuvo. —¿Dónde está Sandra? —su voz tembló. Antonella palideció.

—Estaba aquí hace un segundo…

Un grito infantil rompió la noche.

—¡MAMÁ!

Cristal sintió que la sangre se le helaba. Sandra estaba en brazos de un hombre. Un hombre de ojos fríos, sonrisa cruel. Sebastián. Y junto a él, sosteniendo a la pequeña Dámaris, estaba Fernando.

—¡NO! —gritó Cristal y corrió hacia ellos sin pensar. Pero Sebastián se movió rápido.

—Ni un paso más, preciosa, o te arrepentirás —advirtió con una voz venenosa.

Leonidas rugió con furia, su lobo descontrolándose.

—¡Suéltalas o te mato! Sebastián sonrió con burla.

—¿Matarnos? Lo dudo, Rey. Esta vez venimos preparados. Fernando sacó un pequeño frasco de su abrigo.

Un líquido oscuro y espeso goteó de su boca de vidrio. Cristal sintió que ese líquido no era bueno, pero no sabía lo que era

Era magia negra. Antonella dio un paso atrás, reconociendo el peligro.

—Cristal… —susurró con miedo.

Pero entonces, todo cambió. Un viento helado recorrió el bosque. El cielo se tornó carmesí. Una risa etérea se escuchó en el aire. Y de entre las sombras… apareció ella. La bruja de ojos rojos. Su túnica negra flotaba con el viento, su mirada ardía con una luz desconocida. Sebastián y Fernando se tensaron al instante.

—No puede ser… —murmuró Fernando.

La bruja avanzó lentamente, sin miedo, sin prisa.

—Vaya, vaya… —su voz era un susurro cargado de poder—. Robar niños… qué bajo han caído.

Sebastián frunció el ceño. —Esto no es tu problema, bruja.

Ella sonrió de lado. —Lo es más de lo que imaginas.

Y en un abrir y cerrar de ojos, levantó la mano y desató el caos. El aire se llenó de energía. Un círculo de fuego rojo apareció alrededor de Sebastián y Fernando. Ambos rugieron y saltaron hacia atrás, pero la bruja ya los tenía atrapados.

—¡SUÉLTALAS! —ordenó, su voz resonando como un trueno.

Sebastián apretó los dientes. —¡No nos iremos sin ellas! Fernando trató de usar su magia negra, pero la bruja se rió.

—¿Magia negra contra mí? Qué adorable…

Levantó ambas manos y el fuego creció, rodeándolos como un muro viviente. Fernando maldijo.

—¡Sebastián, nos tenemos que ir! Sebastián rugió de frustración, pero no tenían opción. Arrojaron a las niñas al suelo y desaparecieron entre las sombras.




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