Cristal bajó del coche con las piernas temblando, pero manteniéndose firme por sus hijas. Sandra y Damaris no podían contener su emoción, tirando de su mano mientras señalaban cada rincón del majestuoso palacio. Sin embargo, la inquietud seguía clavándose en el pecho de Cristal como un cuchillo invisible. Por cada paso que daba, sentía que algo oscuro acechaba en las sombras.
Leonidas extendió la mano hacia ella, sus ojos resplandeciendo con una determinación que no permitía dudas. Cristal dudó por un momento, pero finalmente aceptó su gesto. Al contacto, una descarga de seguridad y calidez recorrió su cuerpo, casi como si Leonidas fuese un muro inquebrantable entre ella y el peligro.
—Confía en mí —murmuró él con una voz grave que parecía capaz de mover montañas—. Aquí nadie volverá a lastimarte.
Cristal asintió lentamente, aunque su interior seguía gritando preguntas sin respuestas.
En el interior del palacio, la grandiosidad no hacía más que incrementar la sorpresa de las niñas. Techos altos adornados con intrincados grabados, candelabros de cristal que iluminaban cada rincón y alfombras de terciopelo que amortiguaban sus pasos. Pero para Cristal, cada detalle magnificente era un recordatorio de lo lejos que estaba de su antigua vida. ¿Cómo podría encajar en un mundo tan diferente al suyo?
Leonidas las condujo hasta las habitaciones que había mandado preparar. Dentro, todo estaba pensado para ellas: camas suaves, juguetes para las niñas y un ambiente cálido y seguro. Sandra y Damaris corrieron al instante, explorándolo todo con risas contagiosas, mientras Cristal se quedaba de pie en la puerta, sintiendo cómo una lágrima traicionera corría por su mejilla.
—Esto... es demasiado —susurró, mirando a Leonidas.
—Es lo mínimo que mereces —respondió él sin dudar.
Antes de que pudiera agregar algo más, un fuerte aullido resonó a lo lejos. Leonidas tensó cada músculo y sus ojos brillaron con furia. El Beta apareció de nuevo, con urgencia en cada paso.
—Es él... el prisionero está siendo un problema. Está tratando de romper las cadenas.
Leonidas apretó los dientes y asintió. Dirigió una mirada rápida a Cristal.
—No te preocupes. Estás segura aquí. No tardaré.
Cristal quiso detenerlo, pero algo en la ferocidad de su expresión le indicó que no sería sabio interferir. En su lugar, decidió ocupar su mente ayudando a sus hijas a asentarse. Pero el aire seguía cargado, y la sensación de amenaza no la abandonaba.
Mientras tanto, en las profundidades de las celdas, Leonidas caminó con pasos decididos hacia el prisionero, que rugía y forcejeaba contra las cadenas de plata que lo mantenían atrapado. Su cuerpo estaba cubierto de heridas, pero los ojos del prisionero no tenían rastro de arrepentimiento, solo una furia salvaje que parecía desafiar cualquier intento de control.
—Así que eres tú quien ha traído el caos a mi manada —dijo Leonidas con un tono helado.
El prisionero escupió al suelo y gruñó.
—Tu manada no es nada comparada con lo que viene. Cristal y sus hijas son solo el comienzo.
El corazón de Leonidas se encendió como una hoguera, pero mantuvo la calma. Agachándose hasta quedar cara a cara con el prisionero, susurró con una amenaza velada:
—Por cada palabra, por cada acción que hayas hecho para dañarla, te haré pagar. Pero antes de hacerlo, vas a hablar.
En ese momento, la tierra vibró ligeramente, como si algo inmenso estuviera despertando. El Beta entró apresurado a las celdas, con el rostro desencajado.
—Leonidas, el perímetro... algo lo ha cruzado.
Leonidas se levantó con rapidez, con sus instintos gritando peligro. Lo que sea que se acercaba no era cualquier amenaza. Lo sentía en los huesos: una tormenta estaba a punto de desatarse.
Mientras tanto, en las habitaciones, Cristal abrazaba a sus hijas con fuerza, sintiendo el cambio en el aire. Algo estaba por suceder. Y en su interior, una voz susurraba débilmente: Prepárate.
La tensión se intensifica a medida que la amenaza inminente avanza hacia el palacio. Las vibraciones en la tierra se vuelven más notorias, y un escalofrío recorre a Leonidas mientras sube rápidamente desde las celdas. El Beta lo sigue de cerca, con el rostro tenso.
Arriba, Cristal siente el cambio en el ambiente como si una presencia desconocida llenara el aire. Aunque intenta mantener la calma por sus hijas, su instinto maternal le dice que el peligro está más cerca de lo que Leonidas les había asegurado.
—¡Mamá! ¿Qué está pasando? —pregunta Damaris con sus grandes ojos llenos de miedo. Cristal la abraza con fuerza, tratando de transmitir una seguridad que no siente.
Leonidas llega al exterior del palacio con la guardia real ya posicionada. Todos están alerta, con los sentidos agudizados, mientras una figura emerge de entre los árboles. Es alta y cubierta por una capa oscura que parece moverse como si tuviera vida propia. Leonidas ruge, transformándose parcialmente, con garras y ojos de lobo listos para el ataque.
—¿Quién eres? —exige con voz grave y amenazadora.
La figura detiene su avance y levanta la cabeza, revelando un rostro pálido con ojos que resplandecen en un tono carmesí. Su sonrisa es cruel, y su voz reverbera como un eco oscuro.
—Vengo por ella. Por Cristal y lo que lleva dentro.
El corazón de Leonidas late con furia, pero sus pensamientos se llenan de confusión. ¿"Lo que lleva dentro"? Las palabras de la figura parecen tener un significado más profundo, algo que ni siquiera él comprende por completo.
—No vas a tocarla. Ni a sus hijas. —Leonidas da un paso adelante, su postura intimidante.
La figura suelta una carcajada que retumba como un trueno.
—Oh, Leonidas, no lo entiendes. Esto no se trata solo de ti o de mí. Ella es la clave de algo mucho más grande de lo que puedes imaginar.
Antes de que Leonidas pueda responder, la figura lanza un ataque sorpresivo, enviando una ráfaga de energía oscura hacia él. Leonidas lo esquiva por poco, y la batalla comienza con una intensidad que sacude el bosque.