Desaparición de Cristal

capitulo 30

La luz envolvió a Cristal como un manto cálido y protector. Era una fuerza abrumadora, tan poderosa que desdibujó el bosque que la había mantenido atrapada durante tanto tiempo. Cuando la claridad la alcanzó por completo, sintió cómo la oscuridad se desvanecía, cómo las sombras retrocedían y la liberaban de su asfixiante agarre.

Sebastián y Fernando, atrapados en el interior del Bosque de los Susurros, gruñeron con furia. Sus gritos resonaron como rugidos desesperados en la lejanía.

—¡Esa maldita perra no escapará! —bramó Sebastián, golpeando el suelo con un puño cerrado—. ¡La necesitamos! Sin ella, nunca lograremos erradicar a todos esos lobos.

Fernando lo miró con fría determinación, sus ojos brillando con un odio calculado.

—No importa cuánto tiempo nos tome. La encontraremos, viva o muerta.

Cristal, ahora libre del bosque, respiró profundamente el aire fresco que la recibió al otro lado. Su corazón latía con fuerza, y su mente estaba clara: necesitaba llegar a sus hijas y a Leonidas. El solo pensamiento de sus pequeñas y el hombre al que amaba llenó su pecho con una mezcla de desesperación y esperanza.

De inmediato, sintió el cambio. Sus huesos se realinearon, su cuerpo se transformó, y en cuestión de segundos, Kiara tomó el control. En su forma de loba, comenzó a correr, dejando atrás el Bosque de los Susurros. Cada zancada era un suspiro de alivio y un grito silencioso de ansias por llegar a su hogar.

El viento aullaba a su alrededor mientras cruzaba la frontera que separaba las tierras de Leonidas del resto del mundo. En el momento en que lo hizo, algo en su vínculo con él se activó, como un mensaje silencioso que atravesó la distancia. Leonidas lo sintió; sabía que ella estaba de regreso.

Frente al majestuoso palacio, Leonidas aguardaba. Su imponente figura se recortaba contra las puertas, pero en sus ojos había una mezcla de inquietud y esperanza que solo se aliviaron cuando vio a Kiara acercarse. Sus labios esbozaron una leve sonrisa, cargada de emoción contenida, mientras daba un paso hacia adelante.

Kiara se detuvo justo ante él y, con un movimiento fluido, volvió a transformarse en Cristal. Durante un segundo, se miraron en silencio, y luego ella corrió hacia él. Sus brazos se encontraron con una intensidad desesperada, y cuando sus labios se unieron, fue como si el mundo entero desapareciera. El beso no era solo pasión; era un juramento silencioso, una promesa de que, pase lo que pase, enfrentarían juntos cualquier oscuridad.

—Estás aquí —susurró Leonidas, su voz temblando ligeramente mientras acariciaba su rostro—. Estás a salvo.

Antes de que Cristal pudiera responder, un sonido interrumpió el momento: las voces agudas y emocionadas de dos pequeñas. Cristal sintió que el aire se detenía en sus pulmones. Su instinto tomó el control, y girándose hacia el sonido, dejó que su olfato la guiara.

—¡Mamá! —gritaron las voces al unísono.

Y allí estaban. Dos figuras menudas y preciosas corrieron hacia ella, con lágrimas en los ojos y los brazos extendidos. Cristal no pudo contener las suyas. Se arrodilló justo antes de que las niñas la alcanzaran, envolviéndolas en un abrazo tan fuerte que pareció unir sus almas. Sentía sus cuerpos temblando contra el suyo, escuchaba sus sollozos mezclados con los suyos propios.

—Mis pequeñas... mis niñas —susurró, besando sus cabecitas mientras las lágrimas caían libremente por su rostro—. Estoy aquí. No voy a dejarlas nunca más.

Las niñas lloraban en sus brazos, sus pequeñas manos aferrándose a ella como si temieran que se desvaneciera. Cristal cerró los ojos, permitiéndose sentir el alivio, el amor y la conexión que había anhelado durante tanto tiempo.

Leonidas se acercó, colocándose detrás de ellas. Sus manos fuertes y cálidas descansaron sobre los hombros de Cristal, y su presencia la envolvió por completo.

—Estamos juntos ahora —dijo con firmeza, mirando a las tres con una mezcla de orgullo y ternura—. Nadie volverá a separarnos.

Cristal levantó la mirada hacia él, sus ojos aún brillantes de lágrimas, pero llenos de una fuerza renovada. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que su corazón estaba completo, que la lucha que había atravesado tenía un propósito claro.

Mientras abrazaba a sus hijas y sentía la presencia reconfortante de Leonidas, un pensamiento cruzó su mente: el peligro no había terminado. Sebastián y Fernando aún estaban allí, en algún lugar, y su odio los impulsaría a perseguirla. Pero ahora, ella no estaba sola. Tenía una manada, una familia, y estaba dispuesta a luchar por ellos con todo lo que era.

Por ahora, sin embargo, se permitió este momento. Este momento en el que todo estaba en calma, en el que el amor superaba cualquier sombra.

La frustración era un fuego constante en el pecho de Sebastián mientras merodeaba por los límites del Bosque de los Susurros, sus pensamientos un caos de rabia e impotencia. Fernando caminaba a su lado, sus pasos calculados pero tensos, el peso del fracaso comenzando a agrietar su fachada de frialdad. La captura de Cristal ya no era solo un objetivo, sino una obsesión que los consumía.
—Esto no puede terminar así —dijo Sebastián, su voz un gruñido bajo y amenazante—. Esa maldita loba blanca nos ha robado todo lo que necesitamos.
Fernando se detuvo, observando el bosque con una expresión que era mitad desafío, mitad meditación. Luego, con un movimiento firme, sacó un pequeño dispositivo de comunicación de su cinturón. Sebastián lo miró con el ceño fruncido.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó con una mezcla de curiosidad y sospecha.
—Llamar refuerzos —respondió Fernando, sin apartar la vista del horizonte—. Conozco a alguien que puede ayudarnos. Alguien con su propia razón para odiar a los lobos.
Sebastián alzó una ceja, intrigado. Antes de poder preguntar más, una voz áspera y familiar surgió del dispositivo.
—Habla Víktor. ¿Qué quieres, Fernando?
—Tenemos un trabajo para ti —respondió Fernando, con una sonrisa oscura formando lentamente en sus labios—. La loba blanca que escapó. Sabemos que te interesa tanto como a nosotros.
Hubo un momento de silencio en la línea, seguido por una risa corta y cruel.
—Interesante. Muy interesante —dijo Víktor—. Puedo ayudar, pero necesitaré algo a cambio. La protección que ustedes prometieron y nunca cumplieron.
—Será tuya —intervino Sebastián, su tono cortante pero decidido—. Solo haz tu parte. Y no olvides, Víktor, que estamos en esto juntos.
La conversación terminó abruptamente, y un escalofrío pareció extenderse en el aire. Sebastián miró a Fernando, un destello de duda atravesando sus ojos.
—Víktor es peligroso —murmuró—. No podemos confiar completamente en él.
—Lo sé —replicó Fernando con firmeza—. Pero si queremos a Cristal, no tenemos opción. Necesitamos a alguien que conozca el terreno tanto como ellos. Y él... tiene un rastro que no podemos ignorar.
Mientras tanto, en la manada real, Cristal sentía una inquietud que no podía explicar. Estaba rodeada de aquellos que la amaban y protegían, pero una sombra invisible parecía cernirse sobre ellos. Algo venía, algo oscuro y peligroso. Y esta vez, no sabía si sus nuevas fuerzas serían suficientes para enfrentarlo.
El aire en la manada real estaba cargado de curiosidad y murmullos. La llegada de Cristal, la legendaria loba blanca, había sacudido el equilibrio de poder en un lugar donde las jerarquías eran rígidas y el respeto se ganaba, no se otorgaba. Aunque estaba bajo la protección directa de Leonidas, el rey de los hombres lobo, no todos estaban dispuestos a aceptar su presencia.
Cristal se movía por los pasillos del majestuoso palacio con una mezcla de determinación y cautela. Cada mirada que la seguía era un recordatorio de que su llegada no era vista con los mismos ojos por todos. Mientras algunos la observaban con admiración, otros lo hacían con desconfianza, temiendo lo que su poder representaba.
En una reunión del consejo, las tensiones se hicieron evidentes. Los líderes de la manada debatían sobre la posición que Cristal debía ocupar, y aunque Leonidas defendía su lugar como igual, las opiniones divergían.
—No podemos permitir que una extranjera, aunque especial, altere la estructura de nuestra manada —dijo un hombre corpulento de nombre Márek, su voz grave resonando en el salón—. Este es un reino basado en la lealtad y el orden. No hay lugar para favoritismos.




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