Desastre en el hospital

8. Comida gratis

Amory vio a la mujer conducir con una agilidad que le sorprendía y entendía todo de ella, puesto que Lys a duras penas podía contenerse con lo que estaba pasando. Aunque la comida se encontraba dentro de las bolsas, el olor de la misma se extendía por todo el auto. Sus pequeños se encontraban a gusto con eso, tanto que le daba hasta nostalgia porque anteriormente él no pudo disfrutar de ese tiempo con su esposa.

—Hemos llegado —les informó Lys—. O eso creo… —frunció el ceño al ver la modesta casa—. ¿Es aquí?

—Es el lugar —respondió Amory, quitándose el cinturón—. Gracias.

—De acuerdo —Ella se giró hacia los niños—. Espero que sea de su agrado la comida y que puedan disfrutarla como gusten.

—Sí, gracias, doctora… —comenzó diciendo Alysa, pero Lys la interrumpió.

—Pueden decirme Lys, no importa.

Amory bajó del auto y ella quitó los seguros de las puertas traseras para que los niños salieran. Se quedó ahí estacionada hasta que ellos entraron y luego se marchó. Por su parte, Amory apenas podía contenerse un poco con lo que ocurría y ni hablar de que era la primera en mucho tiempo que podían comer algo así.

Los niños fueron a dejar la comida en la mesa y, como era costumbre, de manera ordenada se lavaron las manos. No era que no quisiera comerse esa cena, es que era extraño hacerlo con el dinero de otra persona, y fue fuera Lys, quien al parecer ni lo recordaba y no le echaba la culpa.

—Sabe deliciosa —mencionó Alysa probando un sándwich—. Quiero comer de esto todos los días.

—Ya me lo imagino —Amory levantó ambas cejas—. Es comida chatarra; comerla de cada año un día no hace daño.

—Lo sabemos, papi —Klaus abrió su bolsa de comida—. Es asombroso.

—Comen, se lavan los dientes, cambio el pijama y a dormir —cambió de tema.

Los tres niños asintieron y comenzaron a cenar. Amory abrió su bolsa y el olor de la misma llegó a sus fosas nasales. Desde que cayó en decadencia, nunca se daba ese gusto de comerse esa clase de comida o de siquiera pensar en comerla. Lo único propio que tenía era su vida y ni eso, ya que estaba dependiendo de su familia.

Era una mesa de cuatro personas, aunque había dos sillas extras que ni siquiera entendía por qué las tenía ahí, pero estaban. Su casa era modesta, en un barrio un tanto pobre, pero bueno. Le quedaba cerca del hospital y de su trabajo en el cementerio, por lo que podía llevar a los niños a la guardería del hospital en las mañanas cuando le tocaba ir al cementerio a trabajar.

Trató lo más que pudo de ser una persona fuerte para sus hijos, pero fue algo difícil por las cosas que estaban pasando en ese momento.

Se dispuso a recoger todo lo mejor que pudo para que sus hijos pudieran irse a dormir sin que tuvieran que ayudarlo y, cuando la cocina estaba limpia, se dejó caer en la silla en la que anteriormente se encontraba. Amory a duras penas podía sostener a esa pequeña familia, de la cual sus hijos eran sus pilares, y no mintió cuando dijo que ellos eran los únicos que lo mantenían con los pies en la tierra.

Si no fuera por sus trillizos, su familia estuviera visitando a San Pedro en ese momento. Incluso, tenía una habitación en esa pequeña casa en la que tenía guardadas algunas cosas de su esposa que ella usó en vida y otras que él jamás revisó por temor a desplomarse. Con un suspiro cansado, verificó que la alarma en su celular estuviera lista y se dispuso a irse a dormir, por el hecho de que le tocaba trabajar en el cementerio.

A la mañana siguiente, muy temprano, por así decirlo, ya estaba de camino a la guardería del hospital para dejar a sus hijos, no sin antes decirles que iría a llevarles el almuerzo cuando tuviera tiempo libre.

—Sigues viniendo por aquí —su compañero en la limpieza en el cementerio le pasó una botella de agua—. Estás muy calmado…

—Me veo calmado, pero no lo estoy. —Amory la tomó con una sonrisa de agradecimiento—. Necesito llegar al mes y todo está más caro.

—Ya me puedo imaginar —él se quitó la gorra—. El otro día me dijiste que tus tres diablillos estaban haciendo algo a tus espaldas.

—Estoy seguro de que hicieron algo extremadamente mal y me lo ocultan —omitió algunas cosas—. Sé cómo son mis hijos, la forma en la que se mueven y cómo se comportan.

—Son niños con una mente asombrosa y se preocupan por ti, ya que saben por todo lo que has pasado por ellos —le recordó él—. Este es uno de los peores trabajos que hay y también el hecho de limpiar los baños de un hospital.

—Ni que lo digas y más si se trata del área de emergencias —levantó ambas cejas, antes de darle un sorbo a su bebida—. Es lo que tengo.

—Tu familia en verdad te odia y te dejaron en este trabajo porque es el peor que existe —rio su amigo—. Aunque con mi vida, no me quejo. Es lo que me da el gobierno y el pago es bueno.

Amory asintió, no estando del todo de acuerdo con él, y ambos volvieron a sus labores. Su mañana consistió únicamente en quedarse limpiando algunas tumbas, buscando alternativas de otros trabajos que pudieran tenerlo, aunque sea en lo más básico, pero le resultaba realmente difícil por el hecho de que tenía un largo expediente que su hermano había manchado.

Tomó un autobús con destino a su lugar de trabajo en el hospital. Debía comprarles el almuerzo a sus hijos y él buscaría la manera de comer algo más tarde. Sin embargo, no fue lo que esperaba cuando pisó la cafetería dispuesto a pagar por la comida de ese día.

—Ya la dejaron paga —la señora le pasó las bolsas con los platos y las bebidas—. Que la disfrutes.

—¿Qué la dejaron paga? —preguntó sin poder creerlo—. ¿Es una broma?

—No, jamás bromearía con algo tan delicado —la señora negó varias veces con la cabeza—. Ve, tus hijos deben estar esperando la comida y créeme que les eché unas buenas raciones.

Nadie en su sano juicio hacía ese tipo de caridad y menos él, pero todo se disipó cuando vio a Lys mirarlo desde la mesa de la otra vez con una ceja levantada y entendió que había sido ella la persona que dejó todo pagado.




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