Desastre en la pista

3. Maldito idiota

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Yilda tuvo que dar algunos pasos hacia atrás luego de que su mano golpeara al hombre que estaba mirándola más que enojado. Para disimular su culpa, tuvo que gritarle eso en pleno pasillo, puesto que ella era la que no veía siquiera por dónde iba caminando. Su mano le picaba con tanta fuerza, que imaginó que, posiblemente en unos segundos más, el rostro del hombre iba a estar hinchado por el tremendo golpe que le dio en la mejilla.

— Usted es un cochino —se arregló la bata lo mejor que pudo—. Lo voy a demandar porque…

—Usted fue la que chocó conmigo —el hombre tuvo que alejarse de esa mujer, llevándose una mano al área afectada—. Es una loca.

—¿Loca? —abrió la boca como un pez fuera del agua—. Le recuerdo que fue la persona que puso sus asquerosas manos en…

—Escuche, señorita —él miró su celular, el cual tuvo que colgar al ver que seguía con alguna llamada—. Mi hijo está allí, las personas en cualquier momento van a comenzar a grabar.

No, no…

—Eso… lo…

—¿Podemos dejar esto para después? —pidió el hombre—. No me conviene que sepan sobre algo como esto —se quedó un momento en silencio—. ¿Cuánto quiere?

—Olvídelo —ella comenzó a sentirse nerviosa—. Solo mantenga sus manos lejos de las personas y asunto resuelto. Porque de seguro no seré la única que le haga este tipo de escándalos en pleno hospital por tener una mente tan cochina.

—Que no quise hacer eso —el hombre puso los ojos en blanco—. Santo cielo, ¿sabe qué? —levantó la mano—. Haga lo que quiera. Maldita loca.

Yilda volvió a sentirse ofendida y más porque ese sujeto volvía a llamarla loca. Iba a matarlo, sí, eso sería lo más justo. Echó su cabello rojo hacia un lado gracias a la coleta y prosiguió a caminar rumbo a dónde se encontraban las otras personas. En cuanto dijo lo de las grabaciones, sus sentidos se pusieron en alerta, por lo que menos quería era que la vieran en cualquier pantalla de la red y la reconocieran.

Entró por la puerta de solo personal autorizado para buscar unos resultados, viendo cómo las personas del laboratorio se movían de un lado a otro.

—Veo que tienen mucho trabajo —Yilda buscó su nombre entre los sobres—. ¿Están todos?

—Sí —el chico le pasó unos que recién había salido—. Eres la única que entra a esta parte a buscar resultados. Por eso te amo.

—Me gusta ayudarlos de vez en cuando y más aún, porque es dinero extra para mí —le guiñó el ojo—. Nos vemos…

—¿Sabes quién vino a este hospital? —el chico le susurró antes de que pudiera irse—. El gran Azriel Lemann.

—¿Lemann? ¿Cómo Niklas Lemann?

—Cariño, los Lemann son la segunda familia más influyente de todo el Reino Unido —su amigo la miró incrédulo—. De quién te hablo es del piloto de Fórmula 1, Azriel Lemann —le aclaró—. A veces me pregunto en qué mundo vives, porque te la pasas más allá que acá y es lamentable.

—No ando metiéndome en la vida de los demás si es lo que quieres saber —Yilda negó con la cabeza, antes de tomar sus cosas—. Gracias por la información. Cuando termine mi turno buscaré algo sobre él para no andar tan perdida.

Daba tanta pena ajena, que cualquier persona que la mirara usando su celular, pensaría que tenía redes sociales visibles, pero para lo único que usaba ese aparato, era para ver si había alguna orden de captura. Sus residentes le dieron la noticia de que ningún paciente murió en sus manos durante esos minutos que estuvo lejos de ellos, así que podía estar tranquila en esa parte.

En los resultados, solo una persona tenía ciertos problemas, pero nada más. Después de unas largas horas de ver a sus pacientes y descartar cirugías, se sentó con calma y decidió buscar información sobre el sujeto que su amigo mencionó. Sus manos comenzaron a temblar, su boca se sentó y supo que su vida valía verga cuando lo primero que le mostró el buscador fue una foto del hombre con el que había chocado y que llamó pervertido.

—¿Por qué todo lo malo me pasa a mí? —se llevó ambas manos a la cabeza—. Solo falta que quiera demandarme a mí y no al revés.

—¿De qué se lamenta la jefa? —uno de sus residentes dejó los expedientes sobre una pila—. ¿Se murió alguien?

—No es nada, solo algo que me pasó por idiota —levantó ambas cejas—. ¿Te han molestado algunos residentes?

—Los otros residentes ni nos miran, así que da igual —se encogió de hombros—. Iré a revisar las cosas pendientes. Nos vemos en un momento.

Yilda asintió y tomó cada uno de los expedientes que sus residentes llevaban para revisarlos y ver que los pacientes estuvieran bien. El resto del día fue de ese modo, con ella yendo de un lado a otro y cuando fue su hora de salida, solo quería una cama para dormir. Como era de esperarse, su buena suerte no era la mejor de todas, puesto que la mujer a cargo y la que más odiaba por acoso laboral, estaba ahí como si nada esperando por ella.

Dejó su bata en su bolso, luego se cambió de ropa bajo la atenta mirada de la mujer y se preguntó si de causalidad no se encontraba asquerosas las marcas de cigarrillos y cicatrices que tenía gracias a los abusos que había sufrido a manos de su esposo y sus amigos en el pasado.

—¿Desea algo, doctora Darrin?

—Estoy viéndote mejor ahora. Nada del otro mundo —la mujer tomó asiento en uno de los bancos cerca de los lockers—. Tienes muchas marcas.

—Cosas que pasan —dejó las prendas en su lugar antes de darse la vuelta para mirarla—. No me ha dicho que quiere. Aparte de eso, es raro verla aquí, ya que los jefes de áreas tienen su propio espacio.




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