Desconocido

Desconocido


     Botas de cuero con broches dorados marcan el camino de la chica con medias pantis de rayas negras y verdes oscuras. Sacudió la tierra de su falda con las manos, de uñas azules y lindos dibujos de estrellas y lunas en los dedos anulares. Cubría el torso con un viejo suéter rojo de color entero de mamá. Le quedaba tan grande que se lo arremangaba y doblaba el borde hacia dentro, pero aun así lo usaba.

 

     Se sentía orgullosa de sus padres por haber dado la vida en la guerra de hace once años. No lloraba; reía con los recuerdos de papá leyendo cuentos de hadas y duendes antes de dormir. El cabello de color castaño rojizo lo heredó de él, pero las ondas y ojos grandes y oscuros eran de mamá.

 

      De la mano colgaba una cesta con flores y hierbas coloridas. En el interior, también estaba el Señor Florent que comía aquellas plantas con furor. Eso le indicó que tenía hambre y debía llegar rápido a casa o luego no querría los trozos de carne de la dieta habitual.

 

— No sigas comiendo, Florent. — le advirtió al hurón de pelaje marrón. El pequeño animal la miró, se introdujo un pedazo de hoja en la boca y se acomodó para dormir. — No tienes remedio, Sr. Florent. — sonrío mientras acariciaba su cabecita.
 

      La campanilla dorada de la tienda Becky's sonó tras la entrada de Hether. Limpió los zapatos en la alfombra y se acercó al mostrador.

 

— ¡Hether! — saludó con emoción la dueña. Lucía un nuevo sombrero puntiagudo lleno de estrellas de distintos colores que brillaban. — ¿Cómo estás, pequeñita?
— Tan feliz como duende saltarín. — la sonrisa de la niña se extendió. — Veo que el negocio de Moda Hechizada va viento en popa, Becky.
— ¡Oh, el sombrero! — la mujer no se había dado cuenta de que aun usaba el nuevo diseño. Lo quitó de su cabeza y con un chasquido desapareció. — Rinde bien. De hecho, he terminado el tuyo. — sacó una caja llena de diminutos sombreros de los que colgaban etiquetas con nombres, aun más pequeños. Tomó uno en su mano y lo agrandó, era el de Hether.
— Ha quedado precioso, Becky. — la niña se lo acomodó sobre el cabello y dejó unas monedas para la vendedora. 
— Poli está mucho mejor, desde que lo llevé a tu clínica no ha comido lombrices. — le contó ella luego del pago.
— Dentro de un mes tendrás que volver, necesitarás más Poción Verde.
— De acuerdo, doctora. — se despidieron y la brujita siguió el camino a casa.

 

     Estaba al punto de anochecer y no quería llegar tarde, el horario de dormir era importante. Los pacientes la esperarían mañana en la mañana.
 

      Un jadeo de dolor la detuvo. Buscó de donde provenía, la calle estaba oscura; no lo suficiente para ocultar la silueta de una persona tirada en el callejón que quedaba frente al hogar de Hether. Miró su casa y dudó, no podía dejarlo allí: ella era una doctora. Se acercó con cautela. No le hizo falta agacharse porque solo medía un metro y veinte centímetros. Era un anciano.

 

— ¿Señor? — lo llamó — ¿Se siente usted bien? — él levanto la mirada — Está muy pálido. — aquello la preocupó. No le importó que estuviera sucio y menos el peligro que podía representar traer a un extraño a su domicilio. — Puede venir conmigo. Lo cuidaré hasta que se recupere. — había tomado la decisión justo antes de decirlo o siquiera pensarlo.

 

      Hether ayudó al viejo y lo trajo casi arrastrado hacia una cama caliente. Las heridas cicatrizaron una semana más tarde y recuperó la conciencia poco después. No había dicho nada, sin embargo un día despertó preguntado si era en aquella casa donde vivía Hether.
— Sí. — afirmó — Era de mis padres. — el viejo no volvió a mencionar el hecho.

 

      Las charlas poco a poco se comenzaron a extender de minutos a horas. "Ian" se presentó y las preguntas personales nunca más las tocaron. La niña se quedaba sorprendida por el enorme conocimiento que tenía Ian y él la entretenía con historias que según contaba, vivió en su juventud. Algunos de los cuentos coincidían con las anécdotas de su padre, otros eran tan increíbles que Hether no se contuvo a hacer preguntas. No fue a la escuela y la medicina la había aprendido con práctica. De lo contrario, leería los libros necesarios para llegar más allá de lo que el brujo contaba. En los ratos libres le enseñaba hechizos y pociones de las que jamás escuchó. Aquel hombre ya formaba parte importante de su vida cuando Becky llegó para recoger la Poción Verde de Poli.

 

— Aquí está, Becky. — la brujita sonrió y le tendió el frasco de cristal con un líquido espeso — Espero que Poli no necesite más luego. — se dio cuenta de que la vendedora no le prestaba atención. Siguió la dirección de sus ojos hacía Ian.
— ¿A quién tienes escondido allí, Hether? 
— Solo es un paciente. — contestó — El pobre estaba en un estado deplorable cuando lo encontré. — la guió hasta la habitación y se quedó algo confusa cuando las miradas de los adultos se cruzaron. Backy tenía miedo.
— ¿Qué pasa?
— ¿Este señor ya te dijo su nombre? — tartamudeó después de un horrible silencio.
— Se llama Ian, Becky.
— ¿Se lo dices tú o lo hago yo, Ian Rover?
— ¿Qué tienen que decirme? — inquirió ansiosa.
— Hether, mi nombre es Ian Rover. — los nervios del anciano se hicieron presentes — Yo soy quien haz conocido, pero fui otra persona. Causé una guerra hace once años en la que murieron millones de personas… incluyendo a tus padres. Desde que acabó intentaba volver a casa y en el último tramo… mi nieta fue quien me ayudó cruzarlo.



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En el texto hay: cuento, brujas, magia

Editado: 23.02.2022

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