Ella se levantó como cada mañana. Fue al baño, hizo pis, se lavó las manos, luego la cara y los dientes. No sé miró al espejo porque se conocía de memoria. Salió del baño y fue al dormitorio. Miró ese viejo reloj a cuerda que tenía sobre la mesa de noche. Aunque desgastada la pintura roja, todavía daba la hora a la perfección. Además, ningún teléfono digital la despertaba al instante como la campanilla del añejo aparato y por eso lo amaba.
5.45 am. Todavía estaba a tiempo.
Se vistió tranquila. Eligió aquel conjunto de color crema que su esposo le había regalado algunos aniversarios atrás. Miró la cama pero él ya no estaba. Pensó en cómo pudo olvidar que su marido cubría el turno nocturno. ¿Se lo había dicho y ella olvidó o fue él quien se olvidó de avisar? Quizás estaba todavía dormida y por eso no recordaba bien.
Blanca suspiró y se preguntó por qué, algunas veces, la mente le jugaba una mala pasada. Quizás estaba muy cansada.
Mientras se subía el cierre del pantalón, fue hasta la habitación de sus hijas. Se detuvo en la puerta para prenderse los botones de la blusa. ¿Quedaba bien el violeta con el traje crema?
Bueno, si no combina, ya es tarde. Me voy así igual.
La habitación estaba a oscuras. Parpadeó varias veces para ajustar la vista pero no lo logró; entonces, prendió la luz. Cuando abrió la boca para despertarlas se detuvo pues ellas no estaban en la cama.
¡Qué raro!
Las camas estaban hechas a la perfección. Sonrió porque, al fin, habían aprendido a no dejar todo desordenado. A veces, odiaba que esa habitación oliera a adolescentes y pareciera un campo de batalla.
Regresó a su cuarto. La gata saltó de la cama cuando la vio y ella la reprendió con cariño. La gata ronroneó. Blanca sonrió mientras negaba con la cabeza.
Buscó los zapatos, se los puso y fue a la cocina. Mientras cargaba el café en la cafetera, miró la hora en el horno microondas. Todavía tenía tiempo. Entonces, buscó los panes en el freezer y los puso al horno. Le encantaba el aroma a pan recién hecho. Después, prendió la cocina para calentar agua; quería tomarse unos mates.
Volvió a mirar la hora y se dio cuenta que llegaba tarde. ¿Cómo pudo perder tanto tiempo? La gata lloriqueó. Blanca miró dónde estaba y se dio cuenta que su plato estaba vacío. Suspiró porque llegaría tarde pero no podía dejar a la gata sin comer. Cargó comida, cargó agua. Se lavó las manos y fue en busca de su bolso.
Salió de prisa y trotó hasta la parada del autobús. Todavía no amanecía Subió y marcó su pasaje. El conductor apenas la saludó y ella pensó que, tal vez, estaba cansado.
Después de que se sentara y viajara un buen tramo, su estómago protestó. Recordó que no había desayunado. Bajó en la parada de siempre y buscó el café donde solía ir cuando se escapaba de la oficina. Frunció el ceño al ver que ya no estaba. Literalmente. En su lugar, un gran logo en negro y rojo anunciaba un gimnasio.
¿Dos días que no vengo y cambia todo?
Blanca miró alrededor y pensó que todo había cambiado. El teléfono sonó. Un mensaje. Justo cuando iba a sacar el aparato del bolso, recordó lo que siempre le decían sus hijas:
―Mamá, en estos tiempos, no hay que sacar el teléfono en la calle. Si alguien te llama, entrás a algún local y atendés desde ahí.
Volvió a mirar a su alrededor. Nada abierto. Todo diferente. Comenzó a agitarse un poco. Quizás fuera porque nadie andaba por ahí y sus temores siempre la hacían sentir perseguida. Mientras caminaba hacia la esquina de Alemania y Río de Janeiro, culpó a su esposo por crearle tantos miedos.
―El mundo se está volviendo cada vez más salvaje ―solía decirle.
―¿Y por qué no pedís el retiro?
―Porque, si me voy, ¿quién combatirá a los ladrones? No todos son «super polis» como yo.
Y doblaba el brazo hasta hacer saltar sus músculos. Blanca reía porque, aunque nadie lo imaginara, su esposo era el payaso más grande que hubiera conocido en su vida. En la primera cita, se enamoró de sus monerías y era el mejor compañero de vida que pudo conseguir.
Mientras caminaba por Río de Janeiro, decidió que haría un pollo al horno con papas, el plato preferido de Manuel. Bajó la mirada y apretó su andar. Algo se sintió fuera de lugar. Contó los pasos y evitó pisar las juntas de las baldosas.
¿Tengo todo para cocinar? Creo que sí.
Se maldijo por no mirar el refrigerador antes de salir. Quizás podía enviar un mensaje a su esposo para que compre lo que no había. Fue pensar en enviar el mensaje e, inmediatamente, recordar que su teléfono había sonado. Miró de nuevo a su alrededor. Sonrió al ver un negocio abierto. Un café con un gran cartel donde el logo parecía tener una mujer con cabellos largos en tonos blancos y verdes. Entró y se acercó hasta el mostrador. El teléfono sonó de nuevo.
Blanca sacó el teléfono y la billetera. Pidió café americano. Doble. También una porción de budín de zanahorias y nueces, su favorito.
Miró el teléfono y frunció el ceño. Tenía mensajes de sus dos hijas y las dos preguntaban lo mismo: «Mamá, ¿dónde estás?» Les respondió a las dos: «En la cafetería».
Sofía fue la primera en enviarle otro mensaje. Quería saber en cuál cafetería. Blanca no contestó pues ya le entregaban su pedido.