Desde el hoyo en el que me encuentro

Capítulo 33.

Tres días después

Aquella noche dormí en mi habitación, mi papá durmió en la habitación de visitas. Y por primera vez en años, pude notar la gran falta que nos hacía su comunicación. ¿Qué se necesita para ser feliz? Sinceridad y perdón, dos cosas muy importantes que jamás se deben perder y que, en mi familia, por cosas del destino se habían separado dichos soportes, haciendo que poco a poco se desvaneciera la felicidad que habían perdurado en nuestra familia. Una familia que pensé destruida, rota en cientos de pedacitos que pensé imposible el volver a ver juntos, pero se necesitó ser sincero y, sobre todo se necesitó perdonar los errores de cada uno, porque a vivir con rencor no se le puede llamar vida.

Desperté con un nuevo sentimiento en mi interior, lo que me movía ya no era resentimiento. Me sentía bien, me sentía genial, me sentía mejor que nunca. Lo único que me preocupaba era tener otro ataque. Desayunamos en paz, simulando ser aquella familia que fuimos hace doce años, y tal vez era más que una simple simulación, era un afecto nostálgico, era un volver a querer vivir esos momentos, aunque sea solo por un momento. Mi mamá estuvo completamente de acuerdo con que Lucas faltara a clases, ella tuvo que ir a trabajar, pero solo por la mañana. Luego de desayunar, mi papá fue a su departamento con Lucas, aún tenía cosas que preguntarse y dudas qué aclararse. Así que me quedé en casa, solo, aun me quedaban cosas que arreglar y preparar. Escuchaba “I want to you know” mientras caminaba por la casa, gozaba de mi soledad. Siempre fue así, nunca tuve problema con la soledad, me había acostumbrado a ella. Pensé que era normal, pensé que era lo mejor, pero al final descubrí que en realidad no era tan normal como pensaba y que no estaba bien. No está mal tener un momento de soledad, en el que podamos descansar del resto y podamos reflexionar sobre nosotros mismos, pero lo que yo hacía no era precisamente eso. Yo utilizaba mi soledad para escapar de mí mismo, para que nadie supiera lo que me pasaba. Y aunque no era para nada gratificante, era lo único que me mantenía alejado de la verdad. Era a lo que yo estaba acostumbrado, era lo que yo conocía como normal. Y entre tanto de pensar y pensar, me convencí de que debía visitar una vez más aquel lugar en el que mis problemas y mis soluciones aparecieron. Y no hablo del mirador Tamoba, ese fue el lugar en que apareció el problema ajeno a mí, me refería al Boulevard de la paz. Aquel lugar donde vi a mi padre por primera vez sin saber que era él, y en donde lo perdoné. Aquel lugar tranquilo, lleno de colores brillantes, una fuente de la cual no salía nada de agua, un lugar muy poco cuidado, pero igual era acogedor. Al menos para mí.

Tomé las llaves del estante en la sala, abrí el garaje y saqué mi moto. Aquella que no había querido manejar desde hace más de seis meses. Y que, gracias a José lo volví a hacer. Aunque desde ese día no lo había vuelto a hacer, tenía la valentía de volver a hacerlo y la confianza de poder lograrlo sin que me pase nada, ni tuviera un ataque. El lugar solo quedaba a unas seis calles de mi casa, pero era el momento de descubrir si había dominado mi miedo por completo. Conduje hasta el lugar, sin miedo alguno. Y nadie se podría imaginar toda la gratitud que sentí al hacerlo, nadie podría entender aquel sentimiento de alivio al sentir el viento chocar en mi cara mientras conducía a una velocidad que no había hecho jamás. Llegué hasta el boulevard de la paz, con una sonrisa divertida en mi rostro bajé de la moto y me senté en una de las bancas. Respiré el aire fresco del lugar, estaba a mi cuerpo se llenó de un sentimiento de paz profundo, al punto que ni siquiera noté que estaba pocos metros de mi papá y Lucas.

Luego unos largos minutos, recibí una llamada de mi mamá.

            -Hijo, ¿dónde estás? Tengo algo que mostrarte. –Dijo mi madre a través del teléfono.

            -Estoy cerca de casa, ¿estás ahí?

            -Sí. ¿Puedes venir ahora mismo? –Preguntó.

            -Voy en camino. –Le respondí, y colgué. Revisé la hora, eran las 12:30 pm. Me sorprendió cómo pasaba el tiempo cuando estamos distraídos. Volví a la moto, y regresé a casa. El sentimiento era el mismo, no podía evitar sentirme al igual que un niño con su nuevo juguete.

Llegué a casa en cuestión de pocos minutos, metí la moto de vuelta al garaje e ingresé a la casa. Busqué en la cocina y en todos los cuartos, pero mi mamá no estaba.  

            - ¡Mamá! ¿Dónde estás? –Pregunté levantando la voz desde la sala.

            - ¡Estoy aquí! –Me llegó su voz desde el jardín trasero.

Caminé hasta allá, empujé la puerta para abrirla y cuando por fin pude ver del otro lado, los vi.

- ¡Sorpresa! –Gritaron en unísono. Estaban todos. Percy, Camila, Marco, Karen, Sergio, Lucas, mi mamá, mi papá y el papá de Percy. Todos tenían una sonrisa en el rostro, y yo me puse rojo cual tomate, de pura vergüenza. Rodeaban una mensa rectangular en la que estaba tendido un mantel gris, y sobre él, una gran variedad de snacks y bebidas.

            -Sabemos que no te irás hoy, y sabemos que no podemos hacerte cambiar de opinión. Ah, y también sabemos que no te gustan este tipo de cosas, pero aún así nos arriesgamos a hacerte esta pequeña fiesta de despedida, para que sepas aquí siempre estaremos esperando el momento en el que decidas regresar… –Dijo Camila, con sonrisa en su rostro.

            -Un momento en el que tú creas correcto… –Continuó Percy, con una actitud calmadamente extraña. Se podía notar la felicidad en su rostro, pero sus manos se movían nerviosamente–. Y solo cuando te sientas bien contigo mismo. Nosotros estaremos apoyándote desde aquí, y esperaremos tu regreso.

De alguna manera, mi presencia en sus vidas había sido más notoria de lo que pensaba. No era uno más, y eso me demostraba lo equivocado que estaba sobre el hecho de que no tenía a nadie quien me apoye. Sentí unas inmensas ganas de romper en llanto, pero mantuve firme por mí, y porque no quería hacerles notar lo mucho que me costaba. Aquella última tarde en Tarapoto, en la que me divertí mucho con todos los que estaban. Escuchar anécdotas entre risas y carcajadas, fue lo mejor. Hasta que el cielo empezaba a oscurecer. El cielo pintado de naranja intenso, con algunas nubes claras por aquí y por allá. El sol se ocultaba cada vez más y la noche se acercaba cada vez más. Yo disfrutaba de la vista, recostado en el sofá, mientras los adultos conversaban entre ellos.




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