Estaba lista para irme a dormir, volver a mis sueños locos, cuando de pronto tome aire un momento, mire a mi alrededor, lo supe; era más privilegiada de lo que realmente percibía. Sobreviviente de un accidente, extranjera en Madrid, y la mejor parte era que contaba con una persona que daría su vida por mí: Lilia. Su esmero al cuidarme me lo dijo todo, fue como si mi propia madre estuviera en casa, la nobleza que ella poseía me dejaba sin palabras la mayor parte del tiempo; quiero decir no cualquiera recibe en su hogar a un extraño, no cualquiera ofrece pan y comida a quien lo necesita, no cualquiera vive para el bien completamente, no cualquiera cuida del otro sin recibir nada a cambio.
Los pequeños detalles me lo demostraban a cada paso, esas acciones que encuentras en ese grupo selecto de personas que te hacen los días felices. Cuando las ideas rondaron en mi cabeza me di cuenta de la realidad, había sido una ingrata con mis padres, sin importar cuan enojada estuviera con ellos no se merecían el trato que les di, el orgullo había perturbado mi visión y mi cabeza, creía saber tanto acerca de la vida, la realidad es que no sabía absolutamente nada. Perdonarlos, probablemente no tendría mucho de que perdonarlos, por lo que valdría la pena hacerlo.
A medida que los nudos en mi cabeza avanzaban uno a uno, los minutos pasaron hasta convertirse en horas; me descubrí nerviosa por mi primer día de clases además de que no estaba preparada para ello. Tuve que levantarme a buscar mi horario, revisar nuevamente las materias que tomaría, así como los respectivos docentes con los que me presentaría; entonces recordé que había tomado una clase optativa referente con literatura, por lo que me emocione más sabiendo que Lia sería mi compañera de clase.
Tenía los nervios de punta, pensando en la manera en que me recibirían mis profesores en cada clase, puesto que llevaba un mes de retraso y me sentía con el ánimo un poco decaído para comenzar. Luego pensé, en los verdaderos objetivos que me habían encaminado a un lugar tan lejos y poco a poco empecé a dormitar, pasadas las 4 am, solo tenía dos horas para dormir.
La pesadilla comenzó, estaba en un cementerio de mascotas, de cierta manera parecía tétrico el asunto, pero no tenía miedo alguno. Los perritos eran amigables, alegres, sumamente perceptivos. Mientras un french puddle con sangre en una de sus orejas me saltaba para que lo cargara, la vi, una niña que me helo la sangre y puso mis pelos de punta, el lugar resulto lúgubre luego de su aparición, tenía rasgos albinos, una piel enrojecida que se caía a pedazos, sin parecer cicatrices de quemaduras, pero de acuerdo con sus características presentaba síndrome de arlequín, también llamada ictiosis de arlequín. Uno de sus parpados sangraba, y su conjuntiva estaba inyectada. Me tomó del brazo como si me señalara tener cuidado, tome su mano sin asco, a pesar de que sus características daban un terrible escalofrío, al mismo tiempo que mencionaba: -Disculpa, ¿Puedo ayudarte?- Al mirarme directo a los ojos contesto: -Vengo aquí, porque ellos curan mis heridas-, señalaba su ojo. No supe que responder, era evidente que su problema no tendría mejoría absoluta al acariciar a perritos. Su vestido azul y cabello en dos colitas me producían ternura. No entendía que hacíamos ahí, probablemente no era el cementerio de mascotas solamente, quizás eran almas en pena reunidas ahí en busca de un poco de felicidad. Entonces me empujo y caí, me estremecí de inmediato; me descubrí en mi recamara después del impacto, justo una hora después de haber conciliado el sueño.
Al despertar, en mi memoria tenía pegada la frase: Síndrome de Arlequín, como aquellas canciones que después de escucharlas una vez se te han pegado y es imposible no tararearlas en tu mente; fue entonces que lo confirme cuando al googlear la frase me apareció dicha imagen en el móvil; afín a las características de la niña en mi sueño.
Editado: 01.04.2020