Desde que te vi

1. Muerto en vida

FELIZ FIN DE AÑO Y MILES DE BENDICIONES PARA ESTE 2025

Noah:

—Nathan no merecía morir, pero nos consuela saber que ahora está en un mejor lugar junto a nuestro Creador. Que su alma descanse en paz —dice el sacerdote para culminar su discurso fúnebre y a mí se me revuelve el estómago.

Mi madre se aferra a mi cuerpo con fuerza, como si de esa forma pudiese evitar caer desplomada, mientras el blanco ataúd en el que reposa el cuerpo de mi hermano, desciende en el profundo hoyo en el suelo. Trago la bilis que sube por mi garganta y me obligo a respirar profundo.

Pienso en el discurso del sacerdote y en todo lo mal que hubo en él. Nathan se habría reído de haberlo escuchado.

¿Qué está en un lugar mejor? Patrañas, el mejor lugar es aquí, con nosotros, su familia. Las personas que más lo queremos en todo el planeta.

Dijo que Nathan era un buen chico, pero él no lo conocía. Nath no era bueno, él era el mejor.

¿Que fue un buen hijo, un buen hermano? No, él fue mucho más que eso. Fue nuestra luz en medio de la oscuridad; nuestro oasis en medio de un desierto. Mi hermano, con su sonrisa perenne, con sus ojos risueños llenos de sueños y esperanzas y con su inquebrantable amabilidad, fue nuestra roca, nuestro apoyo en los tiempos más difíciles. Nathan fue quien impidió que nos hundiéramos en el mar profundo de dolor que dejó la muerte de nuestro padre.

Entonces, ahora que él no está, ¿cómo se supone que vamos a sobrevivir? ¿Cómo se supone que debemos abrir los ojos cada mañana y continuar?

El ataúd llega al fondo y mi pecho se oprime al saberlo ahí, solo, a oscuras. Nathan odiaba la soledad y la oscuridad, no es justo que tenga que pasar así toda la eternidad.

Un relámpago ilumina el firmamento que, desde hace unas horas se ha sumido en penumbras, y el estruendo del trueno no se tarda en escuchar rompiendo con la quietud del cementerio. Mi madre se estremece a mi lado y la fría lluvia arrecia, golpeando con fuerza contra las lápidas y nuestros cuerpos.

Mi hermano falleció a las cuatro de la tarde y desde entonces es como si la madre naturaleza nos acompañara en el sentimiento. El Cielo no ha parado de llorar justo como cada uno de los presentes que tuvieron la dicha de conocerlo en persona, menos yo…

No sé qué me pasa, es como si todas las emociones se hubiesen congelado en mi interior desde que el doctor anunció la terrible noticia. Mi madre se derrumbó, lloró, gritó y siguió llorando mientras yo la abrazaba contra mi cuerpo y, aunque sentía que el mundo se desmoronaba a mi alrededor, ni una lágrima salió. Ahora, cuatro horas después, todo sigue igual, salvo por el vacío en mi pecho que no ha hecho más que crecer con cada segundo que ha pasado desde que mi otra mitad ya no está.

El sepulturero lanza la tierra sobre el ataúd y Diego, el hombre con el que mi madre ha estado saliendo durante los últimos años, la ayuda a acercarse. Lanza la rosa roja sin dejar de llorar y yo, con un nudo en la garganta, pero sin ser capaz de exteriorizar lo que siento, la imito y, detrás de mí, cada uno de los presentes.

No somos una familia numerosa, solo éramos nosotros tres, pero durante su estancia en el hospital Nath hizo muchos amigos; incluso sus doctores están aquí mostrando su pena. Así era mi hermano. Él se ganaba el cariño de cualquiera con solo sonreír y ese es un detalle que siempre me pareció muy curioso. Era raro ver cómo podíamos ser tan iguales por fuera, pero tan diferentes por dentro.

Mi hermano hacía amigos como si fuera un deporte, yo, a duras penas, lograba relacionarme con los que ya tenía.

No sé cuánto tiempo transcurre antes de que el hoyo se llene y las personas comiencen a dispersarse, no sin antes regalarnos palabras de aliento que a mí me suenan forzadas.

Lo siento mucho”, “Mi más sentido pésame”, “Si necesitan algo, aquí estoy”; “Mis más sinceras condolencias”. Yo las escucho, agradezco y me mantengo con la mirada en la lápida.

“Nathan Smith: 01-12-1997 a 23-02-2023. Gracias por existir”.

Mi madre se acerca a la lápida, se arrodilla junto a ella sin importarle embarrarse el vestido de lodo, coloca una mano sobre la fría piedra y cierra los ojos mientras, en silencio, se despide. Se levanta y Diego se acerca a ella para sostenerla como al débil cachorrito que parece ser.

—¿Nos vamos? —pregunta ella y yo niego con la cabeza.

—Vayan ustedes adelante. Yo iré en unos minutos.

Mi madre asiente en acuerdo, acaricia mi mejilla con la palma de su mano y luego deja un suave beso sobre ella.

Una vez me quedo solo, me acerco a la tumba y me siento a un costado con las piernas recogidas, rodeo mis rodillas con mis brazos y permanezco así, en silencio, por lo que me parecen horas.

—¿Qué se supone que debo hacer ahora, Nath? —pregunto en voz baja, esperando que, donde quiera que esté, pueda escucharme—. ¿Qué se supone que debo hacer ahora que, una vez más, he perdido el rumbo? Tengo la sensación de que toda mi vida ha girado en torno a ti y que, ahora que no estás, ya no tengo un propósito para existir.

El pensamiento que ha estado visitando mi mente de manera recurrente los últimos años, regresa una vez más a atormentarme. ¿Por qué no fui yo? ¿Por qué esa puta enfermedad lo escogió a él y no a mí? Estoy seguro de que él sabría cómo continuar, cómo consolar a mamá y ayudarla a seguir adelante; yo ni siquiera soy capaz de mirarla y no ver lo roto que estamos y lo imposible que será sanar. Yo ni siquiera tengo deseos de continuar; mi corazón ha muerto el día de hoy.




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