Desde que te vi

4. Nathan Daniel

Noah:

Las cinco horas y media que me toma llegar a Andarsa son agotadoras, pero solo ver el cartel que me da la bienvenida al pueblo, igual de despintado que hace años atrás, hace que mis ánimos mejoren.
Es extraño estar de vuelta, fundamentalmente porque pensé que jamás volvería a pisar este lugar. Por otro lado, la calidez que me embarga es abrumadora, pues, por primera vez en mucho tiempo, me siento como si estuviese en casa. No ha cambiado nada y eso me encanta.
Disminuyo la velocidad para no perderme detalle alguno y un nudo se me forma en el estómago al saberme aquí solo, cuando, en realidad, Nathan debería estar junto a mí. Sé, sin temor a equivocarme, que habría amado estar de regreso.
Me detengo frente a la cafetería de la señora Diango con dos intenciones, comer algo y ver si tiene disponible alguna de las habitaciones encima del local para pasar los dos o tres días que me he permitido estar aquí. Sonrío de medio lado al quitarme el casco y notar el mismo color terracota desteñido por la incidencia del sol y el dichoso cartel de bienvenida que continúa suelto por uno de los bordes. Ese es un detalle que, sin duda, no me sorprende demasiado que no haya cambiado. Ella solía decir que le daba personalidad al lugar.
Respiro profundo y entro. Inmediatamente, mi estómago ruge con emoción ante el delicioso aroma del café y, honestamente, espero que sigan ofertando las tostadas con mantequilla de siempre. Podrían pensar que es algo ordinario, pero la receta de la señora Diango, sea cual sea, tenía algo especial, único, y tanto mi hermano como April y yo, adorábamos disfrutar de ella.
—¡Madre mía! Es que lo veo y no lo creo. —Escucho decir a una mujer a mi izquierda y al voltearme, veo a la mismísima Esther Diango, una anciana canosa y regordeta, con un mal genio del demonio, pero super dulce cuando se propone serlo.
Sonrío de medio lado.
—Pero si es uno de los gemelos Smith. —Me analiza de arriba abajo par de veces mientras frunce el ceño—. Y por las pintas que traes, me atrevería a decir que eres Noah, la pesadilla del pueblo.
Me río por lo bajo por el tiempo que hacía que no escuchaba ese apodo con el que ella misma me bautizó. Ni que hubiese sido el mocoso más malo del pueblo. Ese título lo tenía otro y se lo ganó a pulso.
—Veo que no has cambiado nada, Coco —le digo y su sonrisa se amplía.
Le puse ese apodo cuando no llevaba mucho tiempo aquí. Es ridículo, pero al ser bien canosa, la primera vez que la vi esa fue la fruta que me vino a la cabeza y le dije que parecía un coco. No sé si lo han notado, pero tenía una extraña obsesión con no llamar a nadie por su nombre. Ella al inicio se enojaba, luego lo prefería.
—Dios, estás más guapo y alto que antes. Ven aquí y dale un abrazo a esta vieja loca.
No soy muy fanático de las muestras de cariño, mucho menos en público, pero con ella cree un vínculo especial. Fue como una abuela resabiosa para nosotros, pues mi madre, cuando tenía que trabajar hasta tarde, solía dejarnos con ella para que nos cuidara. Así que, aunque un poco tenso, dejo que envuelva sus brazos a mi alrededor y no demoro en devolverle el gesto.
Me frota la espalda con sus manos y cuando menos me lo espero, me encaja la punta de sus dedos en mis costillas. Me quejo y me aparto de ella con rapidez.
—¿Por qué has hecho eso? —pregunto, sobándome la zona.
—Eso es por haberte ido del pueblo sin despedirte, muchacho desconsiderado. Tantos años cuidando sus culos odiosos y desaparecieron sin decir adiós. Que sepas que me dolió.
—Pensé que a ti nada te dolía. Que eras una vieja con armadura de acero.
—Lo era hasta que dos mocosos irrumpieron en mi vida. ¿Cómo has estado? —pregunta, tomándome de la mano hasta llevarme a una de las mesas.
Miro a mi alrededor y veo rostros conocidos y otros no tanto, que no se pierden detalle alguno de la situación. Apuesto que ya el pueblo entero sabe que estoy aquí. Si hay algo por lo que se caracteriza Andarsa es porque los chismes vuelan.
Asiento con la cabeza como único saludo hacia los curiosos y me siento. Esther se ubica a mi lado y llama a una de las camareras para que nos atienda. Sin necesidad de decir nada, me pide unas tostadas con mantequilla especial, un café y tres cupcakes para llevar.
Me río por lo bajo ante lo último, pero le pido que lo cancele.
—Espero que te siga gustando.
Asiento con la cabeza. Era mi orden casi a diario y me gustaba sentarme en la esquina más apartada a desayunar tranquilo. Los cupcakes eran siempre para llevar, ella creía que eran para mi madre, al menos eso le decía, pero eran para April. A ella solía decirle que Ester me los regalaba para que dejara de molestarla.
—¿Cómo han estado? ¿Y tu madre y tu hermano? Necesito que me cuentes todo de tu vida, empezando por el porqué de su huida, porque sí, cariño, ustedes se fueron huyendo.
Un nudo se asienta en mi estómago ante la sola mención de Nath y no puedo evitar que los ojos se me nublen. Trago con fuerza y pestañeo varias veces porque me niego a llorar en público. Su cálida mano se cierne sobre la mía y al levantar la mirada, me encuentro con la suya preocupada.
—¿Qué sucede, cariño?
—Nathan murió —susurro tan bajo que si no es porque sus ojos se abren de par en par y se nublan con rapidez, pensaría que no me ha escuchado.
Por los próximos minutos me obligo a hablarle de su enfermedad, de lo mucho que sufrió y del hecho de que me ha dejado solo en este puto mundo de mierda. Honestamente, no pensaba contarle a nadie, solo quería hablar con April, pero Esther también merece saberlo. Sé cuánto significamos nosotros para ella; fuimos los nietos que la vida le arrebató en un accidente hace más de veinte años.
Me obligo a no mirarla en ningún momento porque sé que si lo hago terminaré llorando justo como lo hace ella, así que me concentro en la calidez de su mano sobre la mía a pesar da la fuerza que ejerce para sujetarla, como si con ese gesto estuviese evitando caer al vacío que le provoca una noticia como esta. Cuando termino de hablar, me abraza. No dice nada, no es necesario. Sé, con solo ese gesto, lo mucho que lo siente y lo que le duele su pérdida.
Yo me obligo a no llorar, aunque sea justo lo que más quiero hacer ahora.
—¡Oh, Dios! Pobre niña cuando lo sepa —dice, separándose de mí para luego dejarse caer en la silla a mi lado.
No hay que ser adivino para saber a quién se refiere.
—¿Crees que no debería decirle?
—Estás aquí para eso, ¿no?
Asiento con la cabeza.
—¿Sería muy egoísta de mi parte decírselo? No quiero que lo odie, Coco. Mi hermano se merece su amor, no su odio; pero si se lo digo, la voy a destruir, ¿cierto?
Su mirada me da la respuesta a mi interrogante. Claro que la voy a destruir. No sé en qué coño estaba pensando.
Revuelvo mi cabello con frustración.
—Creo que no debí regresar. Tal vez deba irme y no…
—Un momento. Si April se entera y, créeme, se enterará, de que estuviste en Andarsa y te fuiste sin saludarla, la creo capaz de mover cielo mal y tierra hasta encontrarte y patearte el culo por imbécil.
Sonrío porque yo también la creo capaz.
—Respecto a tu pregunta. Sí, le va a doler. Se le va a romper el corazón por segunda vez, pero, no lo sé, Noah, creo que, si fuera yo, querría saberlo. Se recuperará, créeme, tiene una gran razón para hacerlo…
Frunzo el ceño sin entender realmente a qué se refiere, pero no me da tiempo a preguntarle.
—A pesar del dolor por la pérdida, creo que podrá seguir adelante. Algo me dice que después de vuestra despedida poco ortodoxa, ella no consiguió recuperarse del todo. Es decisión tuya contarle o no, pero si yo fuera tú, le contaría. Por ella, por tu hermano. Y, definitivamente, si fuera ella, me gustaría saberlo. April merece el cierre que no tuvo hace cinco años.
Asiento con la cabeza, pues es justo lo que yo pensaba. Solo espero que ninguno de los dos esté equivocado.
—¿Sabes dónde puedo encontrarla?
—En la universidad. —Mira la hora en el reloj de pared. Once y media de la mañana—. Falta poco para la hora de almuerzo.
—Gracias, Coco.
—De nada, cariño. Ahora, cómete esas tostadas, que sabes que no me gusta desperdiciar comida.
Asiento con la cabeza y por los próximos diez minutos que tardo en desayunar, me cuenta lo más trascendental que ha ocurrido en los últimos años. Le pregunto si tiene alguna habitación disponible para mí y prácticamente me arrastra al piso superior. Dejo mis cosas encima de la cama, quedándome solo con los cuadernos dentro de la mochila y bajo nuevamente a enfrentarme a una de las personas más importantes de mi pasado.
Llego a la Universidad en cinco minutos. Al ser un pueblo pequeño, todo queda relativamente cerca, así que, prácticamente, tardo más tiempo en encontrar el viejo coche de su padre, que Coco me contó que heredó poco después de nuestra marcha. Duele saber que el señor London ha fallecido.
Aparco al lado de su auto y me apoyo en la moto con los nervios a flor de piel.
Son las doce y veinticinco de la tarde. Según Coco, las clases terminan a las doce y media, así que estoy a tiempo, pero los próximos cinco minutos transcurren a cámara lenta, como si el puto reloj se estuviese burlando de mí y de mis ansias y cuando las puertas se abren y un grupo de jóvenes comienza a salir, aguanto la respiración.
Miro cada rostro preguntándome cómo se verá, cuánto habrá cambiado y con cada segundo que paso sin verla, siento que algo va a estallar en mi interior. Juro por Dios que no sabía cuánto la extrañaba hasta este momento en que sé que estoy a punto de reencontrarla.
Todo el aire se escapa de mis pulmones, como si me hubiesen dado un puto puñetazo en el estómago, cuando la veo. Mi pobre corazón se detiene un microsegundo para luego latir veloz, vertiginoso, con vida, justo como no se siente desde que mi hermano fue diagnosticado por primera vez. Lleva un pantalón mezclilla y un suéter blanco, al igual que sus zapatillas; de su hombro derecho cuelga su bolso y su pelo castaño oscuro lo tiene recogido en dos trenzas despeinadas, que me traen numerosos recuerdos. Lo mejor de todo es su sonrisa, esa que siempre tuvo el poder de poner mi mundo patas arriba y que ahora le muestra abiertamente a su mejor amiga, Hayley.
No ha cambiado nada desde la última vez que la vi o tal vez sí. Ya no parece una adolescente, ahora es toda una mujer. Una mujer hermosa con curvas en los lugares correctos, las que, definitivamente, no debería estar mirando.
Suspiro profundo y reprimo los repentinos deseos de caminar hacia ella y abrazarla como si el mundo se fuera a acabar en unos minutos.
Sabía que iba a ser impactante volver a verla; lo que sin duda no esperaba era que esas malditas puertas en mi interior que tanto trabajo me costaron cerrar, se abrieran sin resistencia alguna, dejándome en un mar turbulento de sensaciones que no puedo calificar, ni mucho menos detener. Solo soy consciente de una cosa, que llevo años engañándome a mí mismo mientras me decía que mis sentimientos por mi mejor amiga habían desaparecido.
Sus pasos se detienen y su sonrisa desaparece poco a poco cuando sus ojos se encuentran con los míos. Mira a mi alrededor y el nudo en la boca de mi estómago regresa con fuerza, amenazando con hacerme vomitar todo lo que he comido, pues sé, con solo ese gesto, que lo está buscando.
Respiro profundo, hundo las manos en los bolsillos de mi chaqueta para disimular los temblores, sonrío de medio lado esperando esconder lo jodidamente nervioso que estoy y me acerco a ella a paso lento. Me detengo a solo un metro de distancia y debo tragar con fuerzas el nudo de emociones que obstruye mi garganta al ver cómo sus ojos se llenan de lágrimas.
—Joder, pastelito, no has cambiado nada —digo, con voz grave, producto del cúmulo de emociones que se arremolinan en mi interior y ella rompe a llorar.




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