Desde que te vi

5. No puedo marcharme

Noah:

No sé cuánto tiempo permanecemos así, solo sé que esos pequeños bracitos rodeándome y el constante movimiento de la palma de su mano por mi espalda, me brindan un consuelo que no creí volver a sentir jamás. Se siente tan bien, que no quiero apartarme, pero, al mismo tiempo, quiero verlo, detallarlo, asegurarme de que es real, que no lo estoy soñando. Así que sorbo mi nariz y me separo.

El pequeño da un paso atrás, pero no lo dejo ir muy lejos. Sostengo sus dos manitas y, aunque intento decirle algo, el nudo en mi garganta no me deja.

—Noah. —Levanto la cabeza y mi mirada se encuentra con la de la madre de April.

—Hola, señora London —digo, luego de aclararme la garganta—. Es un placer volver a verla.

—Me gustaría poder decir lo mismo a mí.

—Mamá…

Auch, eso dolió, aunque supongo que me lo tengo merecido. Le rompí el corazón a su hija; no solo yo, por supuesto, pero soy quien está aquí justo ahora y el único que puede pagar los platos rotos.

Vicky, como dulcemente me pidió que la llamara la primera vez que la vi, se concentra en su hija.

—Tenía pensado pasar por el trabajo de Will para recogerlo, pero puedo quedarme aquí, si lo prefieres.

Uno, no sé quién demonios es Will; dos, la mirada de mala muerte que me dedica me hace removerme en el banco. Nunca fui su gemelo favorito, pero algo me dice que, aunque fuera Nathan quien estuviera aquí, su animadversión sería igual. Retiro eso, creo que sería peor; a fin de cuentas, fue él quien más daño le hizo.

April pasa las manos por su rostro, limpiando sus lágrimas y se pone de pie. Respira profundo y le dedica una sonrisa triste a su madre.

—Ve tranquila. Todo está bien.

—¿Segura?

April se muerde el labio inferior mientras sus ojos se llenan de lágrimas una vez más.

—No —susurra—, pero… —Levanta la mirada al cielo, pestañea varias veces y se concentra nuevamente en su madre—. Luego hablamos, ¿sí?

Vicky duda, pero termina asintiendo con la cabeza.

—¿Quieres que me lleve a Nathan?

—No —respondo yo con rapidez y ante la mirada sorprendida de las dos mujeres, me aclaro la garganta—. No se lo lleve, por favor.

Me levanto sin soltarle las manos al pequeño.

Vicky asiente con la cabeza y luego de darle un beso y un abrazo a su hija y a su nieto, se aleja por donde mismo vino.

El silencio se adueña del ambiente y yo me remuevo incómodo en mi lugar. No sé qué hacer o qué decir, pues, aunque lo tengo frente a mí, aun no puedo creer que Nathan tenga un hijo.

—¿Quieres entrar? —pregunta April, señalando con su barbilla la casa en la que tanto tiempo pasé en mi niñez.

Asiento con la cabeza y de la mano de mi sobrino, la sigo. Dios, qué raro suena eso… Mi sobrino…

El pequeño me arrastra tras él con entusiasmo y, a penas entramos, suelta mi mano y desaparece corriendo por las escaleras anunciando que quiere mostrarme todos sus juguetes. Por mi parte, me quedo de pie al atravesar el umbral, mientras los recuerdos me golpean con fuerza, dejándome sin aire.

La casa no ha cambiado absolutamente en nada…

Una mano invisible oprime mi corazón al rememorar tantos momentos que muchas veces intenté mantener bajo llave para poder seguir adelante. Puedo vernos a los tres, lo mismo sentados en el blanco sofá viendo la tele o en el suelo jugando cualquier juego de mesa que estuviera de moda. Puedo verme haciéndole la vida imposible a una April de doce años mientras Nath intenta defenderla en vano, pues si hay algo en lo que siempre fui bueno, fue sacando de quicio a esa chica rellenita de trenzas despeinadas.

Sobre el multimueble continúa el búcaro de cerámica que en una tonta pelea rompimos April y yo y que luego, asustados de la reacción de su madre, pegamos con cola. También están los ositos cariñositos que le regalamos Nathan y yo a la señora London un día de las madres. Pero, lo realmente abrumador, es el cuadro colgado en la pared con una de mis fotos favoritas. Nosotros tres, ella en el medio, con sus características trenzas, enfurruñada, los brazos cruzados sobre su pecho y Nath y yo besando cada una de sus mejillas.

Fue en su cumpleaños número once. Le estábamos cantando las “Felicidades” y, para variar, Nathan aceptó hacerle una broma. Justo cuando ella iba a soplar las velas, lo hicimos mi hermano y yo. Su labio tembló de impotencia, cruzó sus brazos, su ceño se frunció y juro que iba a romper a llorar, cuando, en una de esas muchas acciones que mi gemelo y yo hacíamos al mismo tiempo sin siquiera proponérnoslo, besamos sus mejillas. El señor London capturó el momento y, desde entonces, la copia que guardo es una de mis posesiones más valiosas.

Abducido por el recuerdo, me acerco a la foto. Sinceramente, me sorprende que esté colgando en la sala, cuando, luego de lo que le hicimos, lo esperado habría sido que la hubiese roto en mil trocitos, tal y como hicimos con su corazón o, en su defecto, la hubiese guardado en un baúl y tirado la llave para no verla jamás.

—Me sorprende que la conserves; mucho más que la tengas aquí colgando.




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