April:
Saber que Noah quiere formar parte de la vida de mi hijo, me asusta tanto como me emociona.
Me asusta porque sé que verlo cada día será un recordatorio constante de que su hermano ya no está, será una tortura; pero, al mismo tiempo, me emociona porque sé que a mi pequeño le encantará tener a su tío y sé, de sobra, que Nathan, donde quiera que esté, así lo querría.
Es en momentos como estos que me alegro de no haberle hecho caso a aquellos que me aconsejaron decirle que su padre había muerto. Si bien nunca me permití tener la esperanza de que algún día regresarían, esa posibilidad siempre existió; así que preferí inventarme una historia fantástica para camuflar su ausencia, que quedar como mentirosa.
Es irónico que, realmente, haya muerto… Dios, la vida es una perra sin sentimientos.
Al menos tendrá a su tío, que no me cabe duda de que lo amará por los dos. Solo hay que verlo ahora mientras juegan. Noah lo mira como si tuviera frente a él el mayor tesoro.
Suspiro profundo y, a pesar del peso que siento en mi corazón, me dirijo a la cocina con una pequeña sonrisa en el rostro para preparar la cena. Sonrisa que desaparece poco a poco, mientras que los recuerdos vuelven a apoderarse de mi mente y las lágrimas hacen acto de presencia una vez más.
Dos toques en la puerta de la cocina me sobresaltan y, antes de voltearme, me seco el rostro con el dorso de mis manos. Noah, de la mano de mi hijo, me observa, conocedor de mi estado, así que evito mirarlo.
—Mamá, tío se quiere ir. Dile que es demasiado pronto, que puede quedarse a cenar.
Miro el reloj en la pared y veo que son las siete de la noche. Demonios, la tarde se me fue volando.
—Puedes quedarte a cenar. —Intento sonreír para no preocupar a mi hijo más de lo que ya debe estar, pues no suelo llorar, pero sé que no me sale.
—¿Ves? Te lo dije.
—¿Estás segura? No quiero molestar.
—Tú no molestas —responde Nath por mí y no se me escapa cómo se aferra a la mano de su tío como si fuese un salvavidas.
—Lo dijo él. —Es mi única respuesta.
—De acuerdo.
—La cena estará lista en treinta minutos. —Miro a mi hijo—. Es hora del baño, cariño.
—¿Puedo enseñarle mi habitación al tío?
Sonrío ante su entusiasmo.
—Por supuesto.
—¿Y puede sentarse en el váter mientras me baño?
Me mira esperanzado y yo me pregunto si su entusiasmo se debe solo a que es su tío y está feliz de conocerlo al fin o porque estaba necesitado de una figura masculina en su vida.
—Eso debes preguntárselo a él. —Me obligo a responder.
—¿Puedes? —inquiere y el nudo de emociones que me impide tragar se hace más fuerte ante la ilusión de su mirada—. Prometo que será rápido.
—De acuerdo —responde con una sonrisa de medio lado que tantos recuerdos me trae.
Los veo desaparecer entre charlas y luego de respirar profundo varias veces, me obligo a continuar mi labor.
La cena transcurre sin inconvenientes. Nathan le hace un montón de preguntas sobre su padre y Noah, aunque al inicio se le hace un poco difícil hablar, le cuenta disímiles historias que hacen que mi hijo ría a carcajadas. No hay sonido en este mundo que me guste más que ese.
Una vez terminamos, Nath se antoja de ver una película: el Rayo McQueen, su favorita, y no me sorprende cuando engatusa a Noah para que se quede un rato más. Mi pequeño se queda dormido cuarenta minutos después, pero cuando me dispongo a llevarlo a su cama, abre sus ojitos y le pide a su tío que le lea un cuento.
Juro que no sé si reír o llorar.
Son pasadas las once cuando, por fin, Nathan se duerme, dejando libre a Noah. Cubro a mi pequeño con su manta, beso su frente como cada noche, apago la lamparita y cierro la puerta. Cuando llego al primer piso, Noah me está esperando en la entrada.
—Bueno, debo irme.
—Siento que te haya retenido tanto tiempo. Nath estaba realmente feliz de tenerte aquí.
—No te disculpes, no me molesta. —Mete las manos en los bolsillos de su chaqueta—. Debo admitir que es un poco abrumador saber que tengo un sobrino, pero no hay otro lugar en el que prefiera estar. De hecho, me hace increíblemente feliz que me haya aceptado de esa forma.
Sonrío a pesar de que siento nuestra interacción un poco incómoda.
—Es un niño increíble, pastelito, aunque no me sorprende, la madre lo es igual.
Mis mejillas se sonrojan sin remedio alguno y, luego de intercambiar el peso de mi cuerpo de un pie al otro, cambio de tema, pues no sé qué responder a su comentario.
—¿Dónde te estás quedando?
—En lo de Coco.
Golpeo mi frente con una mano.
—Qué pregunta tan tonta; claro que es ahí.
Da un paso hacia la puerta, la abre y me mira detenidamente por unos segundos que me parecen eternos.