Desde que te vi

11. Pesadilla

Noah:

Con una estúpida sonrisa aún pegada a mi rostro, salgo del baño con una toalla envuelta en mi cintura y otra sobre mi cuello. Paso una de las esquinas por mi cabello para secarlo un poco mejor, lo que me recuerda a la ardilla que decidió jugar con el pelo de April hace solo unas horas.

Río por lo bajo.

Joder. Menudo día el de hoy.

Creo que, después de todo lo sucedido, April no vuelve a pisar el suelo de un zoológico, en lo que le queda de vida. Tampoco es que pueda culparla. Los animales parecían estar en su contra. Todo fue incluso peor que cuando era una niña.

Juro que cuando pensaba que nada más podría pasar, venía otro animal y hacía de las suyas.

Nathan habría amado ir con nosotros. Él habría sido su apoyo, su consuelo, mientras yo me destornillaba de la risa. Eso no significa que no se hubiese reído, para nada, él simplemente lo habría hecho de una forma mucho, pero mucho más discreta.

No me malentiendan, no me gusta ver a April sufrir. Nada más lejos de la realidad. Cuando el elefante le tiró el agua encima, la llevé a los baños para que se lavara el rostro; cuando el avestruz ladrón la atacó, luego de asegurarme de que estaba bien, intenté recuperar el pañuelo que se había llevado, pero el desgraciado se evaporó del mapa. Cuando la jirafa no pude hacer nada, porque estaba persiguiendo al avestruz, pero sí me reí de lo lindo con el video que subieron a la web del zoológico. Lo siento, no pude evitarlo.
Luego, con la ardilla, fui yo quien se la quitó de encima, procurando que no jalara más pelo del necesario. En fin, aunque intenté ayudarla, no pude evitar burlarme de ella. Es que, en primer lugar, dudo que alguien con dos dedos de frente y un mínimo sentido del humor, hubiera podido resistirse y, en segundo lugar, burlarme de April London es, siempre ha sido y siempre será, mi razón de ser. Es algo que llevo en la sangre. Nací única y exclusivamente para eso.

Así que sí, me reí hoy más de lo que me he reído en el último año, eso seguro. April chilló, maldijo a cada animal del demonio, palabras suyas no mías, y peleó, pero mantuvo el tipo y soportó hasta las cinco de la tarde. Fue una guerrera por su hijo, que se lo estaba pasando en grande, y eso me hizo admirarla más.

Me dirijo a la cómoda, saco un calsoncillo y luego de ponérmelo, cuelgo las toallas y me lanzo a la cama. Estoy agotado.

Ha sido un día divertido, pero largo. Cuando llegamos a casa de April, Nathan no quiso que me marchara. Pedimos pizza, jugamos un poco tirados en el suelo de su habitación, lo bañé, cenamos y, por último, le leí un cuento para dormir.

Solo entonces me pude marchar.

Cuando llegué a casa, me tiré al sofá para tomarme una cerveza hasta reunir las ganas de meterme al baño y terminé quedándome dormido. Casi tres horas.

Me despertó el horrible dolor en el cuello que me recordó que debo comprar otro sofá y, dicho sea de paso, amueblar el resto del apartamento, que tiene lo mínimo e indispensable.

Mi teléfono suena, avisando la entrada de un mensaje y, a pesar de la extrañeza, pues es pasada la una de la madrugada, me muevo con pereza hasta alcanzar el celular que descansa en algún lugar sobre el colchón. Palmeo la cama por todos lados sin levantar la cabeza, hasta que doy con el aparato. Entreabro los ojos para desbloquearlo y cuando diviso el contacto de April, todo rastro de sueño desaparece, activándose mi alarma interior.

¿Por qué me escribe a esta hora?

Como un resorte, me incorporo sobre le colchón y abro el mensaje.

Pastelito: ¿Estás despierto?

Convencido de que algo sucede, pues no creo que me escriba porque sí, cuando, hasta no hace mucho, estaba en su casa, le doy al ícono de llamada y me lo llevo al oído. Contengo la respiración mientras escucho el timbre. Uno, dos, tres, cuatro, cinco...

La llamada entra, pero no se escucha nada al otro lado.

—¿April? —pregunto en un susurro.

Mi corazón sube a mi garganta cuando, como única respuesta, escucho un sollozo.

Me levanto de la cama directo al closet, cojo un pantalón, un pulóver y la chaqueta y comienzo a vestirme mientras hago malabares con el móvil.

—April, ¿qué sucede?

Se sorbe la nariz, pero no habla.

—April, maldita sea, contesta. ¿Qué sucede? ¿Estás bien?

—Sí —susurra, pero no me convence. La escucho respirar profundo varias veces como si intentase recuperar la compostura—. Lo siento... no... No debí...

—En dos minutos estoy en tu casa. —Interrumpo lo que sea que iba a decir, mientras cierro la puerta principal de la mía.

Cualgo el móvil, lo guardo en mi bolsillo con manos temblorosas y luego saco la moto. Tal y como prometí, dos minutos después, me detengo frente a su casa. La luz de la sala está encendida, es lo primero que noto antes de correr hacia el portal. Sin siquiera tocar, giro el picaporte y agradezco que ceda. Abro la puerta y entro como un vendaval, buscándola.

Ni verla de pie al otro lado del sofá, mirándome con una mezcla de arrepentimiento y nervios, me permite respirar con calma. Físicamente luce bien, pero sus ojos rojos e hinchados y las lágrimas que se niegan a dejar de caer, me dicen que está muy lejos de estar realmente bien.




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