Gulf se jactaba de ser el soltero millonario más deseado de todo el continente. Se jactaba además de ser el más brillante. A sus veinticinco años ostentaba tres doctorados universitarios. La administración de empresas fue su pasión desde pequeño.
Aunque hay quien dice que esa pasión fue alimentada, con mucho cuidado, desde niño por su madre. En el momento en que Gulf se dio cuenta del emporio económico que iba a heredar y de las posibilidades infinitas que eso implicaba, dejó de lado todo lo demás, sus deseos personales sus hobbies, su sueño.
Lo que de niño le había apasionado: la fotografía, la jardinería, la cocina se había reemplazado por todo lo que tuviera que ver con las empresas, las ganancias a toda costa, los sitios Vips y el esfuerzo por mantener relaciones con otros herederos magnates de su círculo. Eso era todo en lo que Gulf podía pensar las veinticuatro horas del día.
Cualquiera que lo mirara no veía un ser humano más bien veía un cerebro brillante que todo en lo que pensaba se convertía en un éxito empresarial.
Sin embargo, Gulf no era sólo un cerebro. Había en él, aunque cada vez más enterrado, un corazón latiendo que se agitaba de emoción con una buena puesta de sol o con un buen postre casero que con su propia mano se preparaba en alguna que otra noche de insomnio cuando se encerraba furtivamente en la cocina de la mansión familiar.
Allí solo y en secreto mientras saboreaba su creación soñaba con una vida distinta: una sonrisa que fuera verdadera, unos ojos que brillaran de emoción genuina cada vez que lo vieran llegar, una palabra de felicitación por haber creado un plato o una foto en vez de haber hecho un negocio millonario a costa de unos cuantos, un ramillete de flores silvestres, humildes de un perfume nada pretencioso dulce y simple escogido por unas manos suaves, callosas, laboriosas, cariñosas sólo para el.
En fin, Gulf en esas pocas horas robadas y solitarias que eran muy pocas porque él mismo no se lo permitía, soñaba que alguien lo amaba... Alguien que no lo conocía, ni a su fortuna, ni a sus apellidos; alguien que no estaba cerca suyo por ser el heredero más rico del mundo alguien que no le hablaba porque necesitara un favor o una conexión sino alguien que lo amaba simplemente porque era él.
A las tres de la mañana de esos pensamientos furtivos, mientras la cocina se llenaba de exquisitos aromas, Gulf creía que encontrar a ese alguien era posible. Pero apenas salía el sol, él mismo volvía a colocarse la máscara fría del personaje al que sólo le importaban las ganancias y ni siquiera se atrevía a pensar en ese otro Gulf.
Porque el sólo hecho de pensar en ese Gulf lo hacía sentir vergüenza, una vergüenza muy profunda y lo hacía sentir, también y sobre todo, débil. Porque el amor, le habían enseñado, era sólo para los débiles...