Desencuentros

Relato 1: "Conflicto del Exilio Días del 2017"

Las cicatrices del exilio no siempre están a la vista; algunas se ocultan en la textura de un recuerdo, de una despedida silenciada.

Era el otoño de 2017, y el aire en el corazón de aquella ciudad europea tenía la cualidad fría y húmeda que penetra los huesos sin anunciarse. En medio de la diáspora venezolana, esparcida como semillas al viento por todo el planeta, Benjamín se encontró en una celebración ajena: una fiesta de chilenos. El apartamento, cálidamente iluminado por guirnaldas de luces tenues y el resplandor ámbar de algunas velas, resonaba con el murmullo constante de voces y el tintineo de copas. Era un encuentro íntimo, donde las generaciones se entrelazaban con una familiaridad que trascendía los meros lazos sanguíneos, creando una urdimbre invisible de afecto y complicidad.

Cuando el amanecer comenzó a pintar el cielo con tonos suaves, la atmósfera tranquila de la fiesta se desvaneció abruptamente. Un joven chileno, al que llamaremos Ulises, se acercó a Benjamín con una excusa sin importancia, un comentario casual que, inesperadamente, se transformó en una discusión intensa y acalorada. Ulises, con la actitud de alguien que se cree dueño de la verdad, empezó a mencionar nombres de pensadores y teorías de forma desorganizada, demostrando una confusión notable al mezclar las ideas de Marx con las de Feuerbach, al confundir la figura del Che Guevara con la de Frantz Fanon, y al citar a Rodó junto a Mariátegui sin mostrar una comprensión clara de sus diferencias. Su conocimiento parecía un revoltijo confuso, y Benjamín, agotado por la noche y con una visión cínica de las cosas, respondía a sus argumentos desordenados con sarcasmos punzantes que tensaban aún más el ambiente. Barcelona, en esa hora crepuscular donde la ciudad oscilaba entre el sueño y la vigilia, tenía la capacidad de exacerbar las neurosis de algunos y otorgar una fría y despiadada lucidez a otros.

En Benjamín, el cansancio no hacía mella en su agudeza verbal; al contrario, afilaba sus palabras hasta convertirlas en dardos envenenados. La confrontación física parecía inminente, la tensión se había condensado en el aire como una tormenta a punto de estallar. Pero cuando el momento álgido llegó, cuando Ulises tensó los músculos y su rostro se enrojeció por la ira, Benjamín simplemente se levantó de su silla con una calma sorprendente y se marchó, dejando tras de sí un silencio denso y cargado. Oyó los insultos de Ulises resonar en el espacio vacío, el golpe seco de su puño contra la mesa de madera, quizás incluso contra la pared adornada con fotografías familiares, pero todo fue en vano. Benjamín ya no estaba allí. Se había sustraído no solo de la fiesta, sino también del conflicto absurdo y de la comunidad que nunca había logrado sentir como propia, dejando tras de sí un eco de incomprensión y rabia contenida.

Para Benjamín, aquella escena grotesca no había sido más que una reedición de las peleas ideológicas de la adolescencia, una repetición ridícula de la violencia sorda que a menudo se ocultaba tras el barniz brillante de las ideologías políticas. Ulises, fervoroso militante de una izquierda que Benjamín había mirado con simpatía en sus años de juventud, representaba ahora todo aquello que su experiencia en el exilio y su desencanto personal habían cristalizado en desprecio: la demagogia hueca, el dogmatismo inflexible, la ignorancia disfrazada de erudición. Con el tiempo, una comprensión sombría se asentó en su mente: esos vicios no eran patrimonio exclusivo de un grupo ideológico, sino defectos universales, inherentes a la compleja y a menudo contradictoria naturaleza del ser humano.

Aunque Benjamín intentó relegar aquel altercado desagradable a los confines olvidados de su memoria, las noticias sobre Ulises llegaban a él de manera intermitente, como ráfagas de un viento persistente. Supo, a través de conocidos comunes, que Ulises había obtenido la nacionalidad española con una rapidez sorprendente y que ahora se le veía con frecuencia en conciertos de música folklórica, tomado de la mano de su esposa, Amara, una mujer de semblante tranquilo y ojos grandes y plácidos que Benjamín apenas recordaba de aquella noche confusa, una figura difusa en el tumulto de rostros y voces.
Luego, una noche, mientras cenaba en un pequeño restaurante de tapas en el barrio de Gràcia, Rodrigo y Camila, una pareja de chilenos que había conocido en algún evento social, le transmitieron una noticia perturbadora: Ulises había sido ingresado en un psiquiátrico tras un violento intento de acabar con la vida de su esposa. Al escuchar el relato parco y cargado de incredulidad, Benjamín sintió un escalofrío recorrer su espalda y una punzada extraña, casi un mezquino triunfo, florecer en su pecho. Por un instante, lo imaginó corriendo desesperado por una calle vacía bajo el resplandor indiferente de las farolas urbanas, gritando palabras incoherentes al silencio de la noche.

Desde entonces, cada encuentro casual con Rodrigo y Camila se convertía en una oportunidad tácita para indagar sobre el destino de Ulises. Las noticias llegaban en fragmentos amargos y dispersos: Ulises había salido del psiquiátrico, su empleo se había desvanecido como humo, pero, sorprendentemente, Amara no lo había abandonado. Benjamín, para su propia sorpresa, experimentaba una extraña forma de admiración ante esa tenacidad silenciosa. ¿Cómo podía una mujer permanecer al lado de un hombre capaz de tal violencia? En su mente, los visualizaba juntos en la penumbra de un hogar silencioso, y esa imagen persistía, incómoda y punzante, como una herida que se resiste a cicatrizar.

Un día soleado, mientras paseaba sin rumbo fijo por el bullicioso paseo de las Ramblas, entre el flujo constante de turistas y artistas callejeros, Benjamín se cruzó con Ulises y Amara. El encuentro fue fortuito, una colisión inesperada en el laberinto de la ciudad. Ulises lo saludó con una indiferencia apenas disimulada, como si su rostro le resultara vagamente familiar pero sin lograr evocar un recuerdo concreto. Amara, en cambio, le dedicó una sonrisa cálida y genuina, como si entre ellos no hubiera existido jamás la sombra de aquel altercado nocturno. Incluso se detuvo un instante para ofrecerle prestarle un libro de tapas coloridas que acababa de comprar en un puesto cercano. Benjamín, desconcertado por la serenidad de la mujer y la amnesia selectiva de Ulises, balbuceó una respuesta torpe, una excusa improvisada para no prolongar el encuentro, y se despidió con una sensación de irrealidad. Mientras se alejaba, sintió que la figura de Ulises, que en su memoria había permanecido imponente y amenazante, se empequeñecía hasta volverse insignificante. En contraste, la presencia de Amara crecía en su mente, irradiando una luz tranquila e inalcanzable.




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