Cenicienta Frustrada
Había una vez, en un reino no tan lejano, una joven llamada Eliana que creció con el apodo de "Cenicienta". No porque viviera entre cenizas o tuviera una madrastra malvada, sino porque su vida parecía extraída de los cuentos que terminan mal. Desde niña, su padre siempre hablaba de su difunta madre con tristeza, como si su ausencia hubiera dejado un hueco que nadie más podía llenar. Cuando él volvió a casarse, trajo consigo a dos hijas y una esposa cuya indiferencia fue más cruel que cualquier maltrato.
Eliana no odiaba a sus hermanastras, pero las observaba con amargura. Mientras ella pasaba los días trabajando en la panadería familiar, amasando panes y limpiando mesas, ellas estudiaban música, poesía y bordado. No había castigos explícitos ni órdenes humillantes, pero las expectativas eran claras: Eliana era la que debía "sacar adelante el negocio". Si alguna vez soñó con ser otra cosa, los sueños se quedaron atrapados entre sacos de harina y hornos ardientes.
Las noches eran su único consuelo. Subía al desván donde dormía y abría un viejo libro de cuentos que su madre le había regalado antes de morir. Leía sobre princesas rescatadas, finales felices y bailes en castillos iluminados por candelabros de oro. Se permitía soñar por unos minutos antes de caer rendida, solo para despertar al sonido del gallo y repetir la rutina.
Una noche, mientras leía bajo la tenue luz de una vela, escuchó una noticia que se esparció por todo el pueblo: el príncipe daría un baile en el palacio. La invitación era abierta a todas las jóvenes del reino, y el rumor decía que buscaba esposa. Las hermanastras de Eliana no paraban de hablar del evento, probándose vestidos y practicando sus mejores sonrisas frente al espejo.
—¿Tú no irás, Eliana? —le preguntó una de ellas con una sonrisa burlona.
Eliana no respondió. Sabía que no tenía vestido ni tiempo para asistir. Además, ¿qué haría ella allí? Las princesas de los cuentos tenían magia, hadas madrinas y belleza deslumbrante. Ella solo tenía callos en las manos y un delantal manchado de grasa.
La noche del baile llegó, y mientras las hermanastras salían emocionadas en un carruaje alquilado, Eliana se quedó sola en la panadería, limpiando las bandejas que habían quedado del día. La frustración hervía dentro de ella. ¿Por qué no podía tener al menos una oportunidad? Solo una noche para ser algo más que la "hija trabajadora".
De repente, una figura apareció en la puerta. Era una mujer vestida con harapos, pero con un aire misterioso.
—¿Por qué lloras, niña? —preguntó la desconocida.
Eliana se sorprendió. No había notado que las lágrimas corrían por su rostro.
—No estoy llorando —respondió con dureza, limpiándose el rostro con el antebrazo.
—Oh, pero sí lo estás. Y yo sé por qué.
La mujer se presentó como Magae, una hechicera que vivía en el bosque. Le ofreció un trato: podría transformar su ropa en el vestido más hermoso y su vida en un cuento de hadas, pero solo hasta la medianoche.
Eliana dudó. Algo en la sonrisa de la hechicera le pareció inquietante, pero el deseo de escapar, aunque fuera por unas horas, era más fuerte.
—Está bien —dijo finalmente.
Con un movimiento de su mano, Magae transformó su delantal en un vestido plateado que brillaba como si estuviera hecho de estrellas. Sus viejas botas se convirtieron en zapatillas de cristal, y un carruaje dorado apareció frente a la panadería.
—Recuerda, niña. A la medianoche, todo volverá a ser como antes.
Eliana asintió y subió al carruaje, sintiéndose por primera vez en su vida como alguien especial.
Al llegar al palacio, todas las miradas se dirigieron hacia ella. El príncipe, un joven apuesto con una sonrisa cautivadora, la invitó a bailar. Durante horas, Eliana se olvidó de todo: de la panadería, de sus hermanastras, de su vida monótona. Era como si el mundo hubiera cambiado para ella.
Pero cuando el reloj marcó las doce campanadas, Eliana salió corriendo, dejando atrás una de sus zapatillas de cristal. Al llegar a casa, todo volvió a ser como antes: el vestido desapareció, el carruaje se desvaneció, y ella estaba nuevamente en su ropa de trabajo.
Los días siguientes fueron un torbellino de rumores en el pueblo. El príncipe había encontrado la zapatilla y buscaba a su dueña. Las hermanastras de Eliana no paraban de soñar con ser ellas las elegidas. Pero cuando el mensajero real llegó a la panadería con la zapatilla, algo inesperado sucedió.
—Prueba la zapatilla —dijo el mensajero, extendiéndosela a Eliana.
La zapatilla encajó perfectamente. Las hermanastras y su madrastra quedaron boquiabiertas. El mensajero sonrió y la invitó al palacio.
Sin embargo, Eliana no se sintió feliz. El príncipe no sabía quién era realmente. Solo había visto a una joven vestida de lujo, no a la panadera que trabajaba hasta el agotamiento. En el fondo, sabía que su vida no se resolvería mágicamente con un matrimonio.
Cuando llegó al palacio, el príncipe la recibió con entusiasmo.
—Por fin te encuentro —dijo, tomándole la mano.
Eliana lo miró a los ojos y se dio cuenta de que, aunque él parecía encantador, no compartían nada. No conocía sus miedos, sus sueños ni sus frustraciones.