Blancanieves y el Deseo de Libertad
En un reino rodeado de montañas y bosques densos, vivía una joven llamada Blancanieves. Su piel era tan pálida como la nieve, sus labios tan rojos como la sangre y su cabello tan negro como la noche más oscura. Su belleza era conocida por todos, pero pocos conocían su verdadero tormento. Aunque vivía en un castillo lleno de lujos, su vida no era suya.
La reina, su madrastra, gobernaba con una autoridad férrea, y Blancanieves estaba atrapada bajo su control. Desde que su padre había muerto, el castillo se había convertido en una prisión dorada. Cada paso que daba estaba vigilado, cada palabra que pronunciaba era medida, y cada deseo personal era sofocado bajo el peso de las expectativas de la corte.
Por las noches, Blancanieves miraba desde su balcón hacia el bosque que rodeaba el castillo. Allí imaginaba una vida diferente: libre de protocolos, de vestidos incómodos, de sonrisas forzadas. Soñaba con correr entre los árboles, con sentir la tierra bajo sus pies descalzos, con vivir para ella misma, no para complacer a otros.
Un día, mientras paseaba por los jardines escoltada por guardias, escuchó a dos sirvientes hablar en voz baja. Estaban comentando sobre la reina y su obsesión por un espejo mágico. Decían que la reina consultaba al espejo todas las noches, preguntándole quién era la más hermosa del reino. Al principio, Blancanieves pensó que era solo una leyenda, pero algo en su interior le decía que debía investigar.
Esa misma noche, aprovechó que la reina estaba en un banquete y se escabulló hacia su cámara privada. Allí encontró el famoso espejo: un objeto imponente con un marco dorado tallado en formas de llamas. Se acercó con cautela y, para su sorpresa, el espejo habló.
—Tú no eres como ella —dijo el espejo, su voz profunda y resonante.
Blancanieves retrocedió, asustada, pero su curiosidad fue más fuerte.
—¿Qué quieres decir?
—La reina busca belleza y poder, pero tú buscas algo más. Buscas libertad.
Esas palabras resonaron en su corazón. Por primera vez, alguien, aunque fuera un espejo, entendía su verdadero deseo.
A partir de esa noche, Blancanieves comenzó a planear su escape. Sabía que no sería fácil. La reina era astuta y no permitiría que su control sobre ella se rompiera. Durante semanas, Blancanieves observó a los guardias, memorizó sus rutinas y recolectó provisiones en secreto.
Finalmente, llegó el día. Al amanecer, se vistió con ropa sencilla que había tomado de una sirvienta y salió por una puerta trasera del castillo mientras los guardias cambiaban de turno. Con cada paso que daba hacia el bosque, sentía que un peso enorme se levantaba de sus hombros.
El bosque era tal como lo había imaginado: vivo, lleno de sonidos y aromas desconocidos. Por primera vez en su vida, respiró profundamente sin sentir miedo. Sin embargo, su libertad no duró mucho. Al caer la noche, se encontró con una cabaña iluminada. Al acercarse, descubrió que estaba habitada por siete enanos, mineros que trabajaban en las profundidades de la montaña.
Los enanos la recibieron con desconfianza al principio, pero al escuchar su historia, decidieron ayudarla. Le ofrecieron refugio y prometieron protegerla de la reina, quien seguramente intentaría encontrarla. Blancanieves aceptó su hospitalidad, pero pronto se dio cuenta de que incluso en la cabaña, no era completamente libre.
Los enanos, aunque amables, eran sobreprotectores. No la dejaban salir sola al bosque, le daban tareas específicas que debía cumplir y siempre le recordaban que debía mantenerse escondida. Blancanieves agradecía su ayuda, pero sentía que había cambiado una prisión por otra.
Un día, mientras recogía flores cerca de la cabaña, escuchó un ruido entre los árboles. Era un joven cazador, quien se sorprendió al verla. Al principio, Blancanieves temió que fuera enviado por la reina, pero el cazador le aseguró que no tenía intención de llevarla de vuelta.
—Yo también conozco el peso de la obligación —dijo él, con tristeza en los ojos—. Pero hay algo más allá de los bosques. Hay pueblos, mares y lugares donde nadie te conoce.
Blancanieves sintió una chispa de esperanza. Esa noche, habló con los enanos y les dijo que quería partir.
—No puedes irte —le advirtió uno de ellos—. La reina nunca dejará de buscarte.
—Si paso el resto de mi vida escondida, será como si nunca hubiera escapado —respondió ella.
A la mañana siguiente, Blancanieves dejó la cabaña con una determinación renovada. Esta vez, no se limitaría a huir; buscaría un lugar donde pudiera ser completamente ella misma. Atravesó montañas y ríos, enfrentó peligros y conoció personas que la ayudaron en el camino.
Mientras tanto, la reina descubrió su paradero gracias al espejo mágico. Enfurecida, preparó un plan para atraparla. Disfrazada de anciana, llevó una manzana envenenada al pueblo donde Blancanieves se había refugiado temporalmente.
Cuando la reina encontró a Blancanieves, intentó convencerla de que comiera la manzana. Pero algo en la voz de la anciana le resultó familiar. Blancanieves recordó las lecciones aprendidas en su huida: no todo lo que parece amable lo es.
—No necesito tu regalo —dijo Blancanieves con firmeza—. He aprendido a cuidar de mí misma.