Deseo de Navidad

DISFRUTANDO DE VAIL

Una cosa llevó a la otra, y terminamos en un enredijo de piernas y brazos en mi cama, mientras nos despojábamos de nuestra ropa sin separar nuestros labios. Graham era un amante magnifico, eso debía de reconocerlo, y también tuve que reconocer que su idea de convertirnos en amigos cariñosos fue muy buena. Ese estuvimos junto hasta saciarnos, no una vez, sino tres. Me sentía relajada y feliz, como nunca me había sentido, también muy tranquila, porque nunca hubo palabras de amor entre nosotros, ni promesas falsas. No había expectativas y eso nos daba la libertad de explorar nuestros cuerpos sin esperar nada más que placer. A la mañana siguiente desperté entre sus brazos y fue una sensación muy reconfortante.

Estuvimos varados dos días más en la tormenta, sin embargo, no nos aburrimos ni un segundo. Ya no existía esa tensión entre nosotros, vimos películas abrazados, bajo un cálido cobertor, mientras nuestras manos no se mantenían quietas bajo esa manta, reímos, conversamos y por la noche dormíamos con nuestros cuerpos entrelazados y saciados. Nos despertábamos tarde y de nueva cuenta hacíamos el amor, nos bañábamos juntos y después, intentábamos mantener nuestras manos alejadas del otro mientras desayunábamos y matábamos el tiempo, pero a veces era una empresa fallida, al final terminábamos de nuevo entrelazados en donde fuera, ya sea en la cama o en la sala. En esos momentos daba gracias a Dios porque Miranda lo hubiera invitado a quedarse en el departamento, también me preguntaba qué diría si supiera lo que estaba pasando entre su hermano y yo, seguramente brincaría de emoción imaginándose ser la madrina de nuestra boda o algo igual de cursi.

Cuando la tormenta terminó, Graham tomó muchísimas fotos que daban fe a lo que le había dicho antes, el pueblo cobró vida. Yo experimentaba todo de manera diferente, los colores más vividos, los aromas más intensos, tal vez, pensé, fue porque estuve tan relajada esos días, que se me había olvidado el estrés constante en el que vivía. Graham quiso caminar por el pueblo para seguir tomando fotos y lo acompañé, llevándolo a conocer los diferentes comercios y algunas casas que eran famosas por su extensa decoración. Una casa en particular le llamó la atención, pero porque se veía como un bicho raro, sin decoración alguna.

—Esa era mi casa —le dije, con la voz rota, aun me dolían los recuerdos de mi padre adornando la fachada con luces navideñas, o de mi madre cocinado algo rico o riendo a carcajadas dándole instrucciones a mi padre, mientras yo hacía pequeños muñecos de nieve en el patio frontal.

—Vaya, es preciosa y mira está a la venta.

—Te juro que, si tuviera dinero, la compraba de vuelta, pero es algo imposible. Al menos el dueño anterior no le hizo modificaciones —le dije, intentando frenar mis lágrimas—, hay demasiados recuerdos aquí, vámonos por favor.

—No es bueno aferrarse a los objetos ni a las personas, a final acabaras lastimado —dijo Graham, limpiándome una lagrima y dándome un beso—, vamos pequeño elfo, no llores, busquemos refugio en tu restaurante, tengo ganas de una comida que no provenga de una lata. Te juro que si como un atún más me saldrán escamas.

Solté la carcajada, la broma había logrado su propósito, por primera vez pude retirarme de ahí sin sentirme con el alma rota, tomados de la mano, nos enfilamos hacia Bailys. Rosemary, con la experiencia que tenía, enseguida se dio cuenta de que nuestra relación había cambiado, pero fue discreta, no dijo ni una palabra. Una vez que comimos, Graham se despidió para acudir al resort, quería tomar algunas fotos de los esquiadores que seguramente aprovecharían la nieve en abundancia y hacer algunas entrevistas de ellos. Nos despedimos con un cálido beso y yo me quedé a empezar mi jornada laboral. Los ojos de Rosemary gritaban mil preguntas, pero le dije que no le diría ninguna palabra. Ella se encogió de hombros y luego comentó que nos veníamos como dos pingüinos enamorados. Solté la carcajada. Enamorada, yo. Ni en mil años, le contesté entre risas, mientras empezaba a hacer las cuentas en la caja registradora para empezar mi jornada laboral.

Los días fueron transcurriendo y entre nosotros se había instalado una rutina muy agradable, por la mañana despertábamos uno en brazos del otro, amándonos, desayunábamos y cada quien se dedicaba a sus actividades, por la tarde Graham se dejaba caer en Bailys y se ponía a escribir en lo que se llegaba a hora de ir a casa. Por la noche caminábamos un poco por el pueblo, cenábamos donde le llamara la atención, a veces íbamos a la plaza principal para que tomara algunas fotos de las luces que la adornaban o nos comprábamos castañas asadas para disfrutarlas mientras regresábamos a casa. Al llegar veíamos alguna película, platicábamos, tomábamos chocolate caliente y nos amábamos.

Y el tiempo se nos escurría como arena entre los dedos, sin que lo notáramos.

—Ya casi termino el documental, ¿quieres verlo? —me dijo esa noche. Por supuesto que dije que sí. Graham encendió la computadora y me enseñó lo que llevaba hasta ese momento. Me pareció maravilloso su trabajo, visto desde sus ojos Vail era un pueblo con una magia especial, en donde la navidad se vivía a tope. Puse especial atención a la parte en donde hablaba de Bailys, alabando la calidez de la atención y la comida deliciosa, por supuesto que habló de los bollos y la sidra especiada. Sentí que mi corazón se llenaba de agradecimiento y de otro sentimiento al que no quise ponerle nombre cuando por fin terminó el video.

—Muchas gracias por hablar cosas tan bonitas de mi restaurante.

—No dije más que la verdad, en realidad es un lugar muy especial, verás que una vez que el video esté en circulación la gente vendrá a conocer este pueblo. Tienes una vida muy bonita aquí, Cassy, ahora entiendo por qué Miranda ama este lugar. Aquí se siente en familia.




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