La despertó su mamá porque la alarma no había sonado, ya eran las seis y media de la mañana. La morena de ojos azules se levantó con un poco de modorra el día de hoy; no tardó mucho en ponerse ropa casual, para ir a la universidad, y luego se observó al espejo. Hizo sus necesidades; se lavó la cara; se cepilló los dientes; se planchó el pelo y bajó las escaleras para ir a desayunar. Ella pensaba que debía estar perfecta para el día de hoy.
La universidad era uno de los mejores lugares que ella había conocido a lo largo de su corta existencia, ¿la razón? Siempre había algo nuevo para hacer y era muy divertido. Sin embargo, el cambiarse de país cada vez que algo extraño sucedía en el vecindario, la obligó a no tener muchos amigos.
Por suerte, hace tres años las mudanzas se estancaron. Quizás, su padre, el mafioso más codiciado de Argentina, había encontrado algo mejor para hacer. Camille esperaba que no sea nada malo, ya que siempre venían a la casa tipos desagradables. Ella siempre había pensado que se trataba de los amigos del trabajo de su padre, pero él nunca le había dicho en qué trabajaba. No podía sentar a su hija en la cena y decirle: Hija soy un mafioso.
Este hombre no era uno de los típicos padres que tienen los amigos de Camille, él era diferente y a ella le daba miedo cuando se reunían con esos hombres. Ella sentía que esos tipos escondían algo que ni Dios sabía lo que era. Obvio, quizás su hija solo estaba exagerando, cosa que siempre hacía.
Era evidente que ella debía hacer caso omiso a los pensamientos extraños que atormentaban su cabeza por las noches, pero siempre había creído que si aceptaba cada uno de esos pensamientos, podía volverse completamente loca. Sí, era posible, aunque creía que ya lo estaba. Ese era el pensamiento que más la angustiaba.
Observó su reflejo en la pantalla de la laptop de su padre: ¿qué era lo que ella veía? A una chica de veinte años, con cabello moreno con bucles en las puntas; ojos como el mismísimo zafiro que siempre habían odiado y un dolor que nunca comprendió. Jamás supo lo que había dentro de su cabeza, hasta que todo comenzó. Ella no sabía lo que iba a suceder.
—Primer día de universidad y llegas tarde, Camille —dice su papá sin sacar la vista de su compu.
Era cierto y no iba a negarlo. Ella no podía negar que su padre tenía la razón.
—Apúrate a desayunar porque no te llevo, yo también estoy llegando tarde al trabajo —dijo su mamá agarrando la cartera para ver si estaba todo.
La tensión reinaba en aquella cocina clásica y normal. No había nada ostentoso allí, nadie en su sano juicio creería que en esa casa vivía el jefe de la mafia argentina. ¿En dónde ocultaba el dinero aquel hombre? ¿Qué era lo que hacía con la plata que tenía?
Camille miró a su madre directo a los ojos y alzó una ceja sin comprender lo que estaba ocurriendo.
—¿Trabajo? —preguntó su hija en la espera de una respuesta concreta.
La joven no podía creer lo que acababa de escuchar, ¿cómo que su madre tenía un empleo? Esa mujer, de cuarenta años, cabello rubio y ojos azules no podía haber conseguido un trabajo.
¿Eso era relativamente posible? Una mujer mayor, en Argentina, y sin estudios. Su hija no podía entender la manera en la que su mare podría haber conseguido un empleo. Una cosa diferente hubiera sido si su padre hubiera conseguido empleo, ya que siempre piden hombres fuertes para los trabajos.
Esa mañana, todo le pareció extraño a Camille. Sin contar con el sueño de la noche anterior.
Su papá soltó una risita de sus adentros y dejó de mirar la pantalla para observar a la mujer.
—Tu mamá consiguió otro trabajo —comentó él con tranquilidad.
¿Otro trabajo?, pensó Camille.
El silencio reinó en la habitación, pero se terminó cuando Cami decidió hacer una pregunta a su madre.
Giró y miró a su madre para luego abrir la boca y decir:
—¿Cuál?
Camille esperó escuchar que la mujer había conseguido un empleo como vendedora o como limpiadora de casas, así como varias madres de sus amigos, pero esa no fue la respuesta de su madre. Su hija se sorprendió al instante de escuchar la respuesta que salió de los labios de la mujer que le había dado la vida.
—Soy jefa de un restaurante de por acá —anunció.
Sin decir nada, Camille agarró una tostada, le dio un mordisco y abrió la puerta para salir de su casa. Era momento de salir corriendo de la casa de los locos y empezar una vida nueva en la escuela. Debía ponerse un escudo para enfrentarse a la realidad, ya que no podía aceptar no saber la verdad que se escondía detrás del nombre de su familia. Como en todos lados, había rumores y tonterías que se decían, pero ella creía que se trataba de dichos que inventaban las personas para hacer molestar a los vecinos.
Observó la calle con disgusto y no pudo evitar imaginar lo que habría sido de su vida si todo fuera diferente. ¿Cómo se veía ella? Camille deseaba cambiar el cómo la veían los demás para poder mostrarse como en realidad era, pero dentro de ella sabía que eso era imposible.
—¿No querés que te lleve? —preguntó su madre en espera de una respuesta.
Su padre se encontraba observando de nuevo la computadora. En la pantalla había un mensaje codificado que solo él podía comprender. Según lo que había entendido, por la rapidez del momento, las goyas estarían esperándolo en el barco Luna azul iii. Las goyas estaban valoradas a más de diez mil dólares, sin contar con la esmeralda más original que se haya conocido en Luxemburgo. Por supuesto, él hacía las operaciones necesarias para que sus secuaces no fallen jamás. Tenía todo planeado, desde los disfraces que se usarían, el dinero que se gastaría, que más tarde reunirían juntando el doble y, por supuesto, la excusa perfecta para no tener que ver con el delito a cometer.
Siempre que se llevaba a cabo una de sus operaciones más conocidas, él debía viajar para no tener sospechas del suceso. La primera vez que todo esto empezó a funcionar, el señor García tenía doce años. Él observó como su padre mató a sangre fría a un hombre, el cual reconoció haber sido el amante de su propia madre Desde ese día, Ramiro García siguió los pasos de su padre. Sin embargo, Ramiro tenía mucha más inteligencia y astucia que el hombre que le había dado la vida.