Deseo prohibido

2

Mientras tanto, en la universidad, la fachada de normalidad se mantenía, como si la mañana no hubiera sido testigo de un terror inenarrable. Eran las siete, y el calor pegajoso de Buenos Aires ya se hacía sentir, un presagio de la opresión que se avecinaba. A pesar del caos reciente, Camille, ajena aún a la tragedia que se cernía sobre su hogar, parecía contar las horas para huir, para sumergirse en el descanso de su habitación. Rodrigo, por su parte, solo tenía un pensamiento: reunirse con su padre, el enigmático Señor, para dar inicio a los preparativos de una inminente iniciación, un rito de paso en el sombrío mundo que habitaba.

—Rodrigo y… —La voz de la profesora flotaba en el aire, expectante, esperando que Camille completara la frase.

Un minuto de silencio se cernió sobre el aula, denso y cargado de expectación. Todos los ojos, fijos en Camille, esperaban su presentación, pero el tiempo parecía estancarse, el aliento contenido en cada pecho.

—Mi nombre es Camille —dijo finalmente, su voz un susurro que apenas rompió el hechizo.

—Camille, vayan abajo a la preceptoría a dar el presente —ordenó la profesora, el tono pragmático que intentaba ignorar el ambiente.

Salieron del salón, los pasos resonando en el pasillo, dirigiéndose hacia las escaleras. Estaban a punto de bajarlas cuando un estruendo, un rugido metálico, los obligó a lanzarse al suelo, la onda expansiva del sonido sacudiendo el edificio. Camille no comprendía lo que estaba sucediendo, su mente una maraña de confusión. Solo pudo aferrarse a la cercanía de Rodrigo, un instinto primario de supervivencia. Asustada, en silencio, escuchaba los sonidos más catastróficos del momento: el crujir de los cristales, los gritos de la gente, el caos desatado.

Los disparos cesaron por un instante, un respiro ominoso. Con un alboroto resonante, los vidrios se estrellaron, los muebles volaron por los aires, y la gente gritaba, buscando una salida, una esperanza en medio de la vorágine.

—Cerrá tus ojos, no es necesario que veas todo este caos —dijo Rodrigo, su voz extrañamente relajada en medio de la masacre, pero luego, el tono se endureció—. Ni siquiera se te ocurra moverte, ¿escuchaste? —ordenó, su voz apagada, un matiz de urgencia y peligro.

Camille, luchando por mantener la calma, apretó los labios y asintió con un esfuerzo sobrehumano. Tan pronto como cerró los ojos, el peso del cuerpo de Rodrigo desapareció. Sus párpados ardían, una necesidad imperiosa la obligó a abrirlos. Mecánicamente, su mirada siguió a Rodrigo. Lo vio acercarse a una de las mesas, volcarla con una fuerza sorprendente, creando una especie de refugio improvisado. Él se sentó cerca de ella, sacó un arma de su cinturón, y sus ojos, oscuros y penetrantes, se clavaron en los de ella.

—Te dije que cierres los malditos ojos —ordenó de nuevo, la voz más baja, pero con una intensidad que la hizo temblar.

Ella comenzó a parpadear desesperadamente, intentando obedecer, pero la curiosidad la carcomía, una fuerza irresistible que le impedía mantener los ojos cerrados por mucho tiempo.

Se recostó como muerta, mientras los disparos continuaban sin cesar; salpicaduras de sangre y objetos volaban hacia ella. Camille deseaba saber cuándo terminaría esa pesadilla, pero en el fondo de sí, una certeza fría se instaló: era imposible determinar cuánto duraría el tiroteo.

—¿Qué es lo que… —No pudo seguir hablando, ya que Rodrigo la detuvo con un gesto, un dedo en los labios.

Era primordial guardar silencio. Los tiradores podrían creer que habían logrado su misión, que no quedaban testigos, pero ya era tarde. Ahora, esos hombres sabían que Camille estaba viva, una amenaza latente para su plan.

El tiroteo duró cinco horas, un lapso de tiempo que se estiró en una eternidad, hasta que los atacantes se quedaron sin provisiones, una señal de su retirada.

La institución avisó al padre de Camille lo ocurrido, y el viaje a Uruguay se truncó abruptamente.

En el vuelo de regreso, otra llamada lo sorprendió, pero esta vez, la voz al otro lado de la línea era la de la policía. Le informaban de la muerte de su esposa. En ese momento, el mundo de Ramiro se vino abajo, desmoronándose en pedazos. Todos los buenos momentos pasaron por su cabeza, como un carrusel de recuerdos agridulces. Los malos también, pero él solo deseaba elegir aquellos que lo hacían feliz, aferrarse a la dulzura de un pasado que ya no existía.

En el transcurso del viaje, pidió un whisky en las rocas y dejó que el efecto del alcohol adormeciera todo tipo de sentimiento, cada punzada de dolor, cada eco de la tragedia.

"¿Sabes lo que significan los buenos momentos, cariño?" le preguntó Mariela en un recuerdo vívido, sin dejar de prestar atención a los ojos de su esposo. En ese momento, Ramiro soltó un bufido, pero no de frustración, como solía hacerlo. Esta vez, era un bufido adormecido por un dolor tajante en el corazón. Él la miró a los ojos y solo asintió para luego responder: "Los buenos momentos son los que nos hacen creer que la vida está mejorando, pero todo es parte de una mentira. Los buenos momentos son los que pasé con vos antes de que todo se haya ido a la mierda. Esos…".

¿Esos eran realmente los buenos momentos del señor? Solo él tenía la respuesta, un secreto guardado en lo más profundo de su alma, y ningún otro podría responder aquella cuestión. La culpa y el arrepentimiento se mezclaban con el dolor, un cóctel amargo que lo consumiría desde dentro.

Los hombres que habían iniciado el tiroteo se acercaron a su jefe. Ahí estaba el Señor, con sus manos heladas, sosteniendo un archivo de extrema confidencialidad, un tomo de secretos que lo conectaban con los hilos invisibles del poder. Al escuchar a sus hombres, soltó el archivo, el sonido del papel impactando en el escritorio un eco seco en la oficina atenuada, un espacio que parecía una extensión de su propia personalidad. Decidió escuchar lo que ellos tenían que decirle.



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En el texto hay: traicion, mafia, venganza

Editado: 30.05.2025

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