Eran las seis de la mañana en Buenos Aires. La luz del alba aún no había rasgado del todo el velo de la noche, dejando el cielo en un tono plomizo que ocultaba sus intenciones. No se sabía si esa opacidad se debía al frío abrazo del invierno o a la promesa inminente de una lluvia que, muy pronto, mojaría las calles. Todos se apiñaron en el Chevy de Juan, un vehículo que, a pesar de sus años, se aferraba con obstinación a la vida, testigo silencioso de innumerables amaneceres.
Lucía, con una risita ahogada, se acomodó sobre Valentín, sus risas se mezclaban con el crujido de los asientos. Raquel, sin más remedio, encontró su sitio sobre Manuel, un asiento improvisado que los unía en la incomodidad de la madrugada. Florencia, con un suspiro de resignación, se sentó sobre Camilo. Adelante, Rodrigo ocupaba el asiento del copiloto, su figura inescrutable recortada contra el parabrisas empañado, mientras Juan, al volante, manejaba con una calma que contrastaba con la alegre anarquía de sus pasajeros. Camille observó el minúsculo espacio que quedaba y la pregunta que le daba miedo realizar, se formó en sus labios.
—¿Y yo? No puedo ir en el techo —comentó con una pizca de diversión forzada, sus ojos clavados en Juan, pero con una seriedad que desmentía su tono.
Ella sabía la respuesta, una certeza incómoda que la atravesaba. Siempre se repetía a sí misma que no debía suponer nada de otro ser humano, que cada uno era un enigma, pero a veces, la intuición era un torbellino incontrolable. Se sorprendió al darse cuenta de que, a pesar de la situación, no se sentía capaz de llamar a su padre para que la fuera a buscar, un reflejo de la extraña conversación que habían tenido antes de ir al boliche, un eco de palabras que la habían dejado perpleja. Estaba esperando que el silencio, denso y cargado de expectativas, se rompiera, pero no sucedió. Un suspiro sonoro escapó de sus labios, un lamento silencioso que atrajo la atención de Juan.
—Arriba de Rodrigo —respondió Juan, con la voz plana, como si la decisión fuera la más obvia del mundo.
Camille observó a Rodrigo. Él la miraba con una sonrisa de boca cerrada, un gesto enigmático que no revelaba nada. Aquello le resultó aburrido, una pared de indiferencia. No emitió sonido alguno dirigido a él, sino a los demás, su voz resonando en el reducido espacio del auto:
—Qué malditos. —Abrió la puerta con una teatralidad exagerada y se quedó quieta en el umbral, el aire frío colándose en la cabina—. Qué lindos mis amigos.
En un suspiro de resignación, Camille decidió intentar negociar un espacio diferente, pero sus amigos se negaron rotundamente, una pared de risas y negaciones. Por un instante, la vieja herida se abrió. Pensó que nadie la quería, que todos se estaban burlando de ella. No quería volver el tiempo atrás, a la época sombría en que sus supuestos "amigos", o mejor dicho, sus enemigos, se mofaban de ella por diferentes cosas: su cabello, sus ojos, a veces, por su peso, y otras, más dolorosas, por la ropa que solía usar. Un fantasma persistente de su pasado, que la perseguía como una sombra.
—¿De qué te quejas? Si es obvio que querés estar arriba mío. —La voz de Rodrigo, baja y con un matiz de burla, la sacó de sus pensamientos.
Escuchar a Rodrigo hablarle de ese modo, con una familiaridad que la desconcertaba, hizo que Camille lo mirara con la peor de sus expresiones, una mirada de reproche helado. Con un resoplido, se subió, sintiendo el leve balanceo del asiento bajo su peso. Lo miró sin comprender del todo, hasta que una punzada de autoconciencia la golpeó: sí, ella estaba exagerando. Rodrigo, por su parte, solo observó por la ventanilla, su perfil recortado contra la incipiente luz del día, un enigma silencioso.
—Solo tené cuidado, eh —le susurró él, tan cerca que sintió su aliento en la oreja.
La voz, un hilo apenas audible, le provocó un escalofrío que no pudo disimular, un escalofrío que no sabía si era por el frío o por la cercanía.
Todo en el lugar terminó de forma inesperada, muy diferente a lo que ella había imaginado, pero dio las gracias a sus amigos por hacer el viaje tranquilo y llevadero, a pesar de las circunstancias. Quizás había mucho por hablar y sí lo había, pero cada pregunta era divertida, una distracción bienvenida, no algo tonto para pasar el rato. Le hicieron un par de preguntas sobre el pasado, a lo que Camille solo respondía con lo que había ensayado una vez con su madre. “Si alguna vez te preguntan del pasado, solo tenés que inventar. Decí lo que te hubiera gustado vivir en esa época. Tenés que pensarlo mucho, ya que no podés ir cambiando las versiones cada vez que quieras. Eso puede llamar la atención”. Había dicho su madre, su voz seria, grabada a fuego en su memoria. Camille, con la inocencia de la niñez, había preguntado: “¿Por qué debo mentirle a esas personas que, se supone, llamo amigos? ¿No deberían saber la verdad?” Aquella pregunta rompió por completo el corazón de la mujer, la hizo replantearse todo lo que había vivido, pero ya era demasiado tarde para ella. Por lo que pensó en darle una buena respuesta a su hija, una que sí pudiera usar: “No mientas, pero tampoco digas la verdad. Tenés que ocultar la verdad con cosas lindas. Ponle color rosa, dibujá rosas y unicornios donde había muerte y dolor”. Desde ese momento, Camille supo que no podría demostrarse como era, que debía ser lo que otras personas querían para seguir viviendo, una máscara que se había vuelto parte de su identidad.
Los pensamientos de la joven, un torbellino de recuerdos, la enviaron a esos tiempos, y pudo olvidar por completo el hecho que la había atormentado hacía casi cuarenta minutos. Escuchó el sonido rítmico de la lluvia caer contra los vidrios del auto, un murmullo hipnótico que la despertó. Miró por la ventanilla, el paisaje urbano desfilando, sabiendo que muy pronto llegaría a su casa, a su refugio. Rodrigo, a su lado, se mantuvo firme ante la posibilidad de poder hablar con Camille sobre otras cosas, pero solo procuró escuchar la conversación de sus amigos sobre el partido de Nueva Chicago y que, según ellos, iba a perder tres a dos. Sin embargo, Rodrigo, con un optimismo inusual, creyó que el equipo estaba mejorando y que, si lo deseaban, podrían ganar al conjunto visitante. Los chicos propusieron ir a una cancha para hacer un partido entre amigos un sábado o quizás un domingo, pero Camille y Rodrigo se negaron rotundamente a la idea, casi al unísono. Esos días, para ellos, eran sagrados, momentos importantes que solo podían pasar en familia, un ritual silencioso que definía sus vidas.