Pasó tan solo una hora cuando ya disponían del plan para robar la joyería. El Señor, con una calma inquietante, estaba listo para el papel que le había tocado en el elaborado esquema. García, sin embargo, todavía estaba un poco nervioso, la idea de volver a prisión rondando en su cabeza como un fantasma. Ferraioli debía ser los ojos y oídos, vigilando el tren hacia Mar Del Plata, asegurándose de que todo se desarrollara según lo previsto. Rossi y Fernández, con una frialdad profesional, se vestirían como policías, interpretando un papel que conocían demasiado bien. García, el cerebro de la operación, se ocuparía de mantener las joyas en un lugar seguro, lejos de las manos de los verdaderos policías, un baile peligroso con la ley. El plan, una telaraña de engaños, tenía muchos defectos, fisuras que podrían hacerlo colapsar, pero Ferraioli confiaba en la astucia de García, en su capacidad para improvisar y salir ileso. También estaba seguro de que García no lo iba a traicionar, no con la vida de su hija pendiendo de un hilo.
Cuando el reloj marcó la medianoche, todos estaban en sus puestos, cada uno interpretando su papel en esta obra de teatro del crimen. El señor García, con una valija idéntica a la de la señora Ramírez, una réplica perfecta, se movía con la precisión de un relojero. Por si fuera poco, se había encargado de hacer una falsificación perfecta de los diamantes de la señora, una copia tan convincente que engañaría al ojo más experto. Él sabía que aquella señora llevaría sus pertenencias a la joyería que ellos iban a robar, entonces, había planeado un movimiento falso de robo, una distracción para poder apoderarse de las piezas verdaderas cuando bajaran del tren. ¿Cómo iba a suceder eso? Simple, García sabía que el tren se detendría cuando se activara la alerta de robo. Por eso, no solo le habían robado a la señora, sino que lograron hacer algunos robos exprés y sin sentido, despojando a algunos turistas de sus pertenencias. Pusieron las piezas robadas en el maletín que lanzaron por la puerta trasera del tren. Allí, la mano Derecha del Señor, un hombre silencioso y eficiente, las recibió y las llevó en su Corsa hasta la casa del Señor, un santuario para el botín. Mientras tanto, en el maletín de García, colocaron las piezas falsas y también lo que habían robado de los turistas, una mezcla de objetos sin valor. Después, Rossi y Fernández se lo devolvieron a la señora, interpretando su papel de policías honestos y aliviados. Luego, se fueron a cambiar para parecer civiles, despojándose de su disfraz.
Después de unos minutos de tensión, el tren se detuvo, el chirrido de los frenos un presagio de lo que vendría. Allí, con una voz autoritaria, pidieron a todos que pusieran sus valijas en el centro del vagón, un círculo de equipaje. Los policías revisarían todo con cuidado, buscando rastros del robo. El procedimiento duró horas, una eternidad para los nervios de García, Rossi y Fernández. Ellos, con una calma forzada, agarraron tres valijas que habían puesto en el guardador, las sacaron y dijeron que ese era todo el equipaje que poseían. Los policías, confiados en su apariencia, no dudaron ni por un segundo. Cuando llegó el momento de la señora Ramírez, ella abrió su valija con manos temblorosas. Los policías se encontraron no solo con las joyas que ella "había perdido", sino también con los objetos robados anteriormente, una prueba irrefutable. La gente tuvo que salir del tren, abandonando la comodidad de sus asientos. La empresa aseguró taxis para que los llevaran a sus casas, mientras que la señora tendría que dar muchas explicaciones en la comisaría, un laberinto de preguntas y sospechas.
A las tres de la mañana, García ya estaba en su casa, acostado en su cama, listo para descansar un largo rato. Bueno, tan solo tres horas tenía para dormir, pero se sentía en paz. El plan había salido a la perfección, sin contratiempos, y nadie iba a lastimar a su pequeña, el motor de su vida. Eso era como un sueño hecho realidad, una victoria agridulce. Ya no había nada más que hacer, al menos por ahora.
Mientras tanto, en la casa del Señor, un lugar donde el lujo se mezclaba con la oscuridad, él se encargó de darle lo necesario a Rossi y a Fernández, pagándoles por sus servicios. Cuando Rodrigo escuchó el ruido, bajó a ver lo que estaba sucediendo. Se llevó una gran sorpresa al ver las esmeraldas, los rubíes, el oro blanco y los zafiros, un tesoro deslumbrante esparcido sobre la mesa. Abrió los ojos como nunca antes una persona lo había hecho, la incredulidad grabada en su rostro, y se acercó a la mesa, donde estaban todas las joyas, centelleando bajo la luz. Después, miró a Rossi y a Fernández con seriedad, evaluando su lealtad, pero luego le mostró a su padre la misma mirada, una pregunta silenciosa en sus ojos.
—¿Y todo esto? —preguntó Rodrigo, su voz un susurro.
—El plan de García funciona. Él es el mejor en eso —respondió el Señor, con un tono de admiración forzada.
—Pero hay que eliminarlo —ordenó el Señor, su voz fría y calculadora.
Rodrigo lo miró sin comprender la razón, la confusión pintada en su rostro.
—¿Por qué? ¿No es el mejor? —preguntó, buscando una explicación lógica.
—Él estuvo implicado con la muerte de tu madre y de tu hermano. Es nuestro deber acabar con él —respondió el Señor, su mirada helada, revelando una verdad oscura.
A las seis y media de la mañana, sonó la alarma, un sonido estridente que rompió la quietud de la habitación. Camille, con un suspiro de resignación, se puso el uniforme escolar e hizo la rutina de siempre, un ritual matutino que la preparaba para enfrentar el día. Bajó las escaleras con paso lento, arrastrando los pies, y ahí la esperaba Emiliano, uno de sus guardaespaldas, a los pies del último escalón, una figura imponente que contrastaba con su rostro juvenil.
Emiliano era un chico casi de su edad, con cabello lacio y pelirrojo, una combinación llamativa, parecía que medía dos metros, una torre humana, y siempre usaba las camisas con tres botones abiertos, revelando parte de su pecho. A Camille siempre le había parecido divertido tenerlo a él como guardaespaldas, una paradoja. Le gustaba su compañía y muchas veces hasta se divertía con él, encontrando humor en la extraña situación.