Las noticias llegaron a Camille como un torbellino, zumbando en sus oídos, demasiado tentadoras para ser ignoradas. Un cosquilleo inquietante y familiar se instaló en su pecho, un presagio inequívoco de que algo monumental estaba a punto de desatarse. Sin embargo, ese presentimiento de cambio se mezclaba con una punzada amarga de incomodidad cada vez que su mente evocaba la imagen de Raquel dentro de la casa de Rodrigo. Sabía que la excusa era Juan, que todo giraba en torno a su bienestar, pero una duda persistente, como una espina clavada en lo más profundo de su corazón, la torturaba. ¿Y si había algo más que nobleza pasajera en la actitud de su amiga? ¿Y si la historia de la traición estaba a punto de repetirse? Apretó los dientes con tanta fuerza que sus mandíbulas dolieron, una promesa silenciosa de que no permitiría volver a confiar tan fácilmente.
El miedo, denso y helado, se apoderó de su cuerpo como una marea implacable. Sentía el pulso retumbarle en los oídos, un tamborileo acelerado y errático que amenazaba con hacerle estallar el corazón en cualquier momento. Sus manos temblaban incontrolablemente, un eco de la vulnerabilidad que sentía al imaginar a Rodrigo herido, o, la posibilidad aún más aterradora, algo peor. Cada pensamiento era una mezcla explosiva de rabia y ansiedad, una combustión interna que la consumía lentamente. Deseaba gritar hasta desgarrar su garganta, romper algo con la fuerza de su furia, liberar esa tormenta que la devoraba por dentro. Pero en lugar de ceder a la explosión, solo pudo exhalar un suspiro largo y tembloroso, conteniéndose a duras penas.
Se acercó a la ventana, sus ojos fijos en el paisaje urbano, buscando en el entramado de edificios y luces un escape que, en el fondo, sabía que no hallaría. Allí, entre las sombras alargadas de los rascacielos y el parpadeo distante de las luces de la ciudad, encontró el reflejo de una traición pasada, el fantasma de Bautista. Un nombre que apenas evocaba una imagen nítida en su mente; su rostro era ya un eco borroso, una figura espectral desdibujada por el implacable paso del tiempo. ¿Realmente lo había amado alguna vez? Él había sido el primero en despertar en ella algo parecido al amor, la chispa inicial de una llama que, sin embargo, se había convertido en un incendio devastador, arrasando con su inocencia y dejando solo cenizas.
Una idea escalofriante se abrió paso en su mente: ¿Y si todo aquello había sido parte de un plan maestro? ¿Una trampa cuidadosamente orquestada por sus propios padres para manipularla, para doblegarla a su voluntad? Años atrás, la vieja Camille habría desechado esa idea como una paranoia sin fundamento, una fantasía descabellada. Hoy, sin embargo, la realidad era más cruel. Ahora sabía que aquella tragedia no había sido un accidente; sus padres la habían planeado, con una crueldad metódica. Buscaban quebrarla, someterla a su poder, y luego ofrecerle un consuelo envenenado, todo desde su posición de autoridad. Una estrategia vil que, para su desgracia y con una amarga ironía, había funcionado a la perfección.
Miró de nuevo hacia afuera, pero la ciudad había perdido su encanto. Aquella vista que una vez le había parecido vibrante y llena de promesas, ahora se le antojaba gris, opaca, un reflejo exacto de su interior. Se sintió vacía, arrastrada por una corriente incesante de pensamientos que la llevaban a cuestionar cada decisión que había tomado, cada faceta de su ser. Dejó escapar un suspiro largo y profundo, como si con él pudiera exprimir toda la tristeza que se había acumulado en su alma.
Y sin embargo, una chispa de rebeldía persistía en lo más profundo de su ser. Sabía que el futuro, a pesar de la oscuridad, aún podía ser moldeado por sus propias manos. Haría algo grande, algo inolvidable, algo que dejaría una huella imborrable. Siempre pensaba en el final de su historia, no por dramatismo, sino porque entendía que la única forma de escapar al destino que otros habían trazado para ella –convertirse en la despiadada jefa de la mafia– era desaparecer por completo. La ecuación era simple y brutal: muerte o libertad. No había más opciones en su horizonte.
Dejó el celular enchufado al cargador, el cable brillando débilmente en la penumbra, y se dejó caer sobre la cama, el colchón crujiendo suavemente bajo su peso. El sueño comenzaba a adormecerle los párpados, una cortina de seda que le prometía un breve respiro, cuando la puerta se abrió de golpe, el ruido la arrancó de su somnolencia como un disparo.
—¡No te duermas! —exclamó Emiliano, irrumpiendo en la habitación con su energía habitual, una ráfaga de aire fresco y despreocupado.
Se arrojó sobre la cama con un rebote que hizo que el colchón se estremeciera.
Camille se incorporó, sus ojos aún nublados por el sueño, frunciendo el ceño con desconcierto.
—¿Por qué? —preguntó, ambas cejas arqueadas en un gesto de incredulidad.
—Porque vamos a salir ahora mismo —anunció él con una sonrisa cómplice, ya poniéndose de pie con una agilidad sorprendente—. Cambiate, te espero en el auto. No tenemos toda la noche… ¡arribá!
Se marchó tan rápido como había llegado, dejando una estela de urgencia y expectación. Camille se quedó sentada unos segundos, perpleja, sus ojos fijos en la puerta abierta como si esperara que la explicación regresara.
¿Qué demonios estaba pasando? Pensó, dejando caer la cabeza hacia atrás para mirar el techo, una mueca de exasperación en su rostro. Luego suspiró, se levantó de un salto y masculló para sí, una nota de ironía en su voz:
—¿Por qué no soy un oso? Hibernar todo el invierno, eso sí sería vida.
Frente al espejo, una risa genuina escapó de su garganta al ver su rostro desordenado, con el cabello revuelto y una expresión de confusión todavía presente. Se acercó y, con un gesto automático, se acomodó el cabello, apartando los mechones rebeldes de su frente. Abrió el guardarropa y eligió un vestido sencillo, de tela suave y caída libre, que le permitía moverse con total libertad y sin preocupaciones. Se calzó sus zapatillas preferidas, esas que ya tenían la suela gastada por innumerables aventuras, pero que seguían siendo las más cómodas y confiables. Nada de maquillaje; no tenía ánimos para eso. Se alisó un poco el pelo con los dedos y salió de la habitación con la frente en alto, dispuesta a enfrentar lo que sea que Emiliano tuviera planeado.