Horas Antes
El Señor, con su mirada fría y calculadora, sentía que era su deber, casi una imposición ineludible, advertir a su hijo sobre la necesidad estratégica de mantener a Camille cerca. Era una pieza fundamental en el complejo ajedrez que se desarrollaba, y su posición en el tablero era crucial. Por eso, en el momento en que Rodrigo subió al auto, el aire se tensó con las palabras tajantes de su padre:
—Tenés que estar cerca. ¿La invitaste?
Rodrigo lo observó con un recelo profundo, mezclado con la fatiga de una lucha interna que parecía no tener fin. Asintió con un movimiento apenas perceptible de cabeza, su mandíbula apretada, una señal de la tensión que lo consumía.
—Lo hice —respondió, su voz áspera, casi un susurro que se perdía en el habitáculo del vehículo. Luego, la desesperación, una emoción rara en él, se apoderó de sus palabras, tiñéndolas de un matiz suplicante—. ¿De verdad vas a secuestrar a sus amigas? No lo hagas. Te lo pido, padre. Estaré cerca de ella y te daré información. Además, puedes ir a ver a su padre mientras yo estoy con ella. ¿No es mejor? No lastimes a Raquel y a Lucía, ellas son buenas personas y no saben lo que sus padres hacen con García.
El Señor giró su cabeza lentamente, su mirada, un gélido pozo de desconfianza, se clavó en la de su hijo. La pregunta que siguió fue más una acusación que una interrogante, cargada de desdén y un escepticismo hiriente.
—¿Y vos te crees eso? —le preguntó, su voz teñida de un sarcasmo cruel—. ¿Sos mi hijo?
Rodrigo lo miró una vez más, una oleada de rabia y frustración burbujeando desde lo más profundo de su ser. Los lazos de sangre que los unían se sentían ahora como pesadas cadenas, una condena de la que, al parecer, no podía escapar.
—Soy tu hijo, pero no quiero estar metido en tus mierdas y, por lo que veo, tus mierdas ya me llegaron hasta el cuello —le gritó él, la tensión en el pequeño espacio del coche tan densa que casi se podía cortar. El eco de sus palabras llenó el silencio que siguió.
Su padre, con un gesto imperioso y autoritario, detuvo el auto abruptamente. El motor se apagó, dejando tras de sí un silencio denso y amenazante, roto solo por el latido acelerado del corazón de Rodrigo. Luego, sin decir una palabra, lo acompañó hasta la entrada de la imponente residencia de García, donde el propio Daniel esperaba, su figura imponente recortada contra la luz que se filtraba desde el vestíbulo. El Señor Ferraioli hizo una mueca sutil a su hijo, una orden tácita para que se retirara a su habitación. Rodrigo, cargando el peso de la obediencia y una profunda resignación, le hizo caso, desapareciendo por el pasillo, su sombra alargándose en la penumbra.
García, al ver a Ferraioli, lo observó con un asco apenas contenido, una mueca que intentó disimular, pero que se transformó rápidamente en una sonrisa forzada y condescendiente, diseñada para ocultar su verdadera aversión. Se puso de pie, un gesto de falsa cortesía, y le tendió la mano, un ofrecimiento de tregua en un campo de batalla. Pero el Señor Ferraioli, con una seguridad inquebrantable que irradiaba de cada poro, se negó a estrecharla, su rechazo tan palpable como una bofetada.
—Será mejor que aceptes —espetó Ferraioli, su voz un susurro gélido, cargado de una amenaza apenas velada que erizó la piel de García.
—¿Por qué? Estás en mi casa y no tenés las de ganar acá —le explicó Daniel, su voz resonando con una autoridad innegable en su propio dominio. Una risa sardónica y breve escapó de sus labios, un sonido seco y cruel—. Date cuenta, estás solo.
—¿Yo estoy solo? —García alzó una de sus cejas, la ironía destilando de su voz. Su mirada, astuta y penetrante, recorrió cada rincón del elegante comedor, deteniéndose en cada sombra, en cada posible escondite, como si buscara una confirmación de su invisibilidad—. ¿Por qué pensás que no hay nadie acá conmigo?
Daniel, impasible ante la insinuación de una presencia oculta, se sentó con calma en el mullido asiento de cuero negro, un gesto que denotaba un profundo desinterés por la posible amenaza. Con una calma exasperante, encendió un habano, la punta incandescente brillando en la penumbra. El humo aromático, denso y azulado, llenó el aire, creando una atmósfera de misterio. Le tendió otro habano a García, quien, con un movimiento desdeñoso de cabeza, se negó rotundamente.
—¿Vas a darme el nuevo plan para robar la joyería de Suiza o me vas a hacer que te cague a piñas? —le preguntó Ferraioli, la amenaza, aunque no explícita, vibrando en cada sílaba de su voz, un eco de violencia inminente.
Ramiro se rascó la nuca con nerviosismo, un gesto que denotaba su incomodidad, el sudor frío empezando a perlado su frente, traicionando su fachada de calma.
—No pienso volver a hacer esa locura. Una vez funcionó, dos quizás, pero tres ya es demasiado —Su voz sonaba casi suplicante, teñida de un miedo latente, una súplica disimulada.
—Esa ni vos te la crees —replicó Ferraioli, una risa fría y cortante escapando de sus labios, un sonido que resonó en el silencio del comedor como el tañido de una campana fúnebre.
—Pero está bien, mataré a las hijas de tus amigos y luego me encargaré que mi hijo se ocupe de matar a tu chica —le respondió Daniel, su voz convertida en un filo afilado, una sinceridad brutal que heló la sangre de Ramiro. Sus ojos, oscuros y sin vida, se clavaron en los de Ferraioli, un abismo de crueldad—. ¿O es demasiado? Ahora ya sabés, me vas a dar tu plan para robar en la joyería de Suiza o mataré a todos y te dejaré solo a vos para que sufras.
García observó a Daniel a los ojos, una batalla silenciosa librándose entre ellos, una danza macabra de poder y amenazas veladas. Finalmente, con un asentimiento casi imperceptible, pero cargado de resignación, le dio a comprender que le entregaría aquellos planos. Por suerte para ambos, y como si el destino, con su ironía caprichosa, estuviera de su lado, Ramiro tenía en el bolsillo interior de su chaqueta aquel expediente, un sobre grueso que contenía los detalles meticulosos del plan para el robo de la joyería. Lo sacó con lentitud y se lo entregó a Ferraioli, un acto de rendición forzada que sellaba un pacto con el diablo.