Rodrigo, con una familiaridad que disimulaba la tensión subyacente, saludó a los tres hombres sentados a la mesa, sus rostros sombríos y poderosos. Camille, a su lado, aunque no los conocía, sintió la imperiosa necesidad de seguirlos. Quedarse inmóvil, observando cómo el chico que la había traído a aquella cena extraña los saludaba sin ella unirse, sería el colmo de la mala educación. Así que, con un gesto de cortesía aprendida, también saludó a Daniel Ferraioli, el patriarca, quien, una vez que se sentaron, la interpeló directamente con una pregunta que se sintió como una estocada helada:
—¿Camille o no?
Aquello no le agradó en absoluto. La pregunta, cargada de una intimidad que no le correspondía, la hizo tensar. Sin embargo, debía mantenerse firme, su rostro inalterable, una máscara de frescura y una sonrisa falsa cubriendo sus labios. Esa sonrisa, una obra de arte en sí misma, pretendía demostrar que no sentía nada, que era ajena a la compleja red de engaños y peligros que se tejía a su alrededor. No sentía, no sabía, no comprendía.
Se dio cuenta de que no había respondido verbalmente, así que se limitó a asentir con la cabeza una sola vez, un gesto breve y enigmático.
—Rodrigo me habla siempre de vos y no mintió cuando dijo que eras hermosa, eh, no entiendo cómo podés estar con este feito de mi hijo —comentó el Señor Ferraioli, su voz untuosa, un veneno dulce.
Luego, soltó una carcajada ruidosa, un sonido que resonó en el ambiente, buscando disipar cualquier malentendido, intentando dar a comprender que solo estaba bromeando con su comentario anterior, aunque la punzada de la verdad fuera evidente.
Ella también soltó una risita, un sonido forzado que apenas alcanzó sus oídos, pero luego respondió, con una sinceridad que sorprendió a todos:
—No estamos.
Rodrigo lo miró con una rabia contenida, sus ojos clavados en su padre como si deseara matarlo. No podía creer que su progenitor estuviera arruinando la noche de esa manera tan descarada y asquerosa, exponiendo su vida privada con una crueldad innecesaria. Intentó tranquilizarse, tomó aire, a punto de hablar, pero la voz de su padre volvió a escucharse, cortando el aire.
—Ahhh, perdón, como están siempre juntos y hoy vi cómo se despidieron en la universidad, pensé que había algo ahí.
Aquello volvió a sorprender a Camille, un nuevo detalle que se sumaba a la red de vigilancia sobre ellos. Pero esta vez no dijo nada. Cuando estaba a punto de articular una palabra, la voz de Rodrigo la interrumpió, y decidió prestar atención a lo que él le respondía a su padre, la única voz que parecía importarle en ese momento.
—Papá, ¿por qué en vez de hablar al pedo no presentas? —Rodrigo desvió la conversación, su cabeza apuntando a los tres hombres que, ajenos a su pequeño drama, seguían hablando entre ellos, absortos en sus propias conspiraciones.
Toda la presentación subsiguiente le llamó poderosamente la atención a Camille, una pieza más en el rompecabezas que no lograba armar. No entendía qué hacía allí, en esa cena tan particular, con hombres tan enigmáticos. Pensó en cómo salir de ese lugar, cómo escapar de aquella situación que se tornaba cada vez más inquietante, pero luego la idea de la seguridad la asaltó. Creyó que lo mejor era quedarse junto a Rodrigo, ya que, si lo dejaba solo, podrían hacerle algo. Después, una certeza un tanto ingenua se instaló en su mente: su padre, Ramiro, nunca podría lastimar a su propio hijo, al menos eso era lo que ella pensaba, un consuelo tenue en la oscuridad.
—Ahhhh, sí, chicos. —La voz de Ferraioli se alzó, llamando la atención de los demás con una autoridad que no admitía réplicas—. Preséntense.
Lo que salió de los labios del Señor era más que una sugerencia; era una orden velada para aquellos hombres, así que no tuvieron más opción que obedecer, sus movimientos casi automáticos.
—Yo soy Rossi —dijo el primero, un hombre de rostro curtido y mirada penetrante.
—Yo Emanuel —se presentó el segundo, un hombre mucho más joven que su padre, con una energía contenida.
—Mariano —dijo el último, su voz seca y monocorde, tan impersonal como la de un autómata.
Ella trató de hacer memoria, sus pensamientos revoloteando en busca de algún recuerdo. ¿Ya había conocido a esos hombres antes? ¿Eran parte de la sombra que acechaba su vida?
—Rodrigo y ella es Camille —respondió Rodrigo con una sonrisa ligera, su brazo rozando sutilmente el de ella, una conexión silenciosa en medio del tenso ambiente.
Rodrigo sí había conocido a esos hombres antes, de sobra. Sabía a lo que ellos se dedicaban, la naturaleza oscura de sus negocios, los lazos que los unían a su padre. Pero no quería creer que su padre los seguía viendo, que continuaba inmerso en ese mundo. Era difícil para él aceptar que su padre seguía con todo ese problema, con esa vida que tanto lo asqueaba.
Ella les dedicó una sonrisa de boca cerrada en forma de saludo, un gesto sutil, y se quedó en un silencio expectante cuando vio a la chica con un impecable traje y el cabello corto, acercándose con los menús en la mano. Los distribuyó con una gracia profesional y luego se retiró, dejando a Camille y a los demás observando las páginas impresas con la esperanza de saber qué elegir en solo dos segundos, una tarea que resultó imposible ante la variedad.
Después de unos cuantos minutos, marcados por el murmullo de conversaciones y el tintineo de cubiertos, los hombres pidieron sus platos. No tardaron demasiado en terminar de comer, y los adultos mayores se enfrascaron en una conversación densa y enigmática, susurrando y riendo a veces, mientras que Camille y Rodrigo solo se dedicaban a escuchar lo que ellos decían, tratando de descifrar las palabras, los códigos ocultos.
Definitivamente, la cena se había tornado aburrida, un tedio que se alargaba con cada minuto. Rodrigo, con una audacia que sorprendió a Camille, empezó a acariciarle uno de sus muslos por debajo de la mesa. Ella lo miró con seriedad, sus ojos implorando que se detuviera, pero no funcionó. Aquella mano traviesa, con una voluntad propia, hacía lo que él quería, explorando con una delicadeza atrevida.