Deseo prohibido

Epílogo

Cuatro meses después, la vida seguía, pero para Rodrigo, era una existencia teñida de un gris perpetuo. Se encontraba sentado a la mesa, en una cena incómoda y forzada, con la nueva esposa de su padre, su padre mismo —quien, para sorpresa de todos, se había recuperado milagrosamente de su enfermedad, una recuperación tan rápida que resultaba casi siniestra—, su prima Micaela y el novio de esta. Estaba físicamente presente, una figura inmóvil en la silla, pero su mente vagaba muy lejos, atrapada en un laberinto de pensamientos y recuerdos.

La verdad era que él no tenía hambre, el estómago cerrado por la angustia. Estaba concentrado, cada fibra de su ser tensa, pensando en todo lo que había pasado. Él, que nunca sintió nada por nadie, que había creído su corazón una fortaleza inexpugnable, vio cómo apareció Camille a cambiarle todo lo que él conocía de la vida y el amor, a romper sus esquemas y desordenar su universo.

La última vez que vio a Camille fue en la universidad, su figura alejándose, una imagen grabada a fuego en su memoria. Ya había pasado bastante tiempo, un vacío insoportable, y no supo más nada sobre ella. Estaba tratando de averiguar por su cuenta, cada búsqueda un intento desesperado, pero ella había desaparecido por completo del planeta tierra, como si se la hubiera tragado el suelo, dejando solo un rastro de dolor y misterio.

—Hijo. —La voz de su padre, cargada de una autoridad familiar pero ahora teñida de una extraña indiferencia, le llamó la atención a Rodrigo, sacándolo de su ensimismamiento.

Rodrigo lo miró con seriedad, sus ojos fríos, y le hizo una mueca con sus labios, una mezcla de desprecio y agotamiento.

—¿No te gusta lo que cocinó tu mamá? —preguntó su padre, un atisbo de irritación en su voz.

—Madrastra. —Lo corrigió sin dudarlo, la palabra saliendo como un latigazo—. Y no, no es eso. No tengo hambre...

Él se paró abruptamente, el roce de la silla contra el suelo resonando en el comedor, y salió afuera a tomar un poco de aire, el frío de la noche una caricia en su piel febril. En esos momentos, estaría necesitando la presencia de ella, la calidez de su cercanía. Le hubiera gustado que ella estuviera a su lado, que lo estuviera abrazando con todas sus fuerzas, aferrándose a él: eso necesitaba él, que ella lo abrazara y no lo soltara por nada, que lo salvara de su propia desesperación.

—Rodrigo —su prima le llamó la atención, su voz suave y preocupada.

—¿Qué? —Preguntó sin sacar la mirada de la luna, un disco plateado en la inmensidad oscura.

—¿Qué pasa? Andas raro.

—¿Sabés lo que pasa? Que me enamoré, me enamoré de verdad, y por la culpa de mi papá la chica que me encanta no me quiere ni ver. —Se giró a verla, sus ojos inyectados en sangre, el alma expuesta.

—¿Por mi culpa? —Una voz grave y tensa.

Daniel, su padre, se acercó, su rostro un enigma, y le hizo una seña a Micaela para que los dejara solos, un gesto de autoridad silente.

—¿Podés dejar de hacerte el que no sabés nada? —le chilló su hijo, la voz quebrada por la frustración y la rabia contenida.

—Rodrigo, hijo, te juro que no sé de qué me estás hablando. —La negación de Daniel sonó fría, desprovista de emoción, pero su mirada era dura.

—Lo mataste, mataste al papá de Camille y a su mamá. —Las palabras salieron como un torrente, cada una un puñal, una acusación directa.

Daniel se acercó a su hijo, acortando la distancia, y negó con la cabeza, su ceño se frunció y miró a su hijo a los ojos, una mirada penetrante, cargada de algo indescifrable.

—Rodrigo, yo y el papá de Camille arreglamos las cosas hace ya bastante. Él sabía lo que iba a pasar si regresaba a Argentina y lo hizo, él fue el que rompió el pacto y tuvo que pagar —El Señor le explicó todo a su hijo, cada palabra una revelación que lo dejó helado—. No lo vas a entender, pero García sabía lo que iba a pasar. No entiendo la razón por la que volvió acá, supongo que quería que su hija herede todo y con eso también nuestro reino.

—¿Qué? ¿Me estás diciendo que nuestra mafia no hizo nada? —La voz de Rodrigo era apenas un susurro, la incredulidad tiñendo cada sílaba.

Él negó, su rostro impasible.

—No hicimos nada, solo lo pactado.

—Le tengo que decir a Camille. —Una nueva urgencia lo invadió, una necesidad desesperada de redimirse, de limpiar su nombre.

Rodrigo solo pensó en salir corriendo hacia su auto, la velocidad su única aliada, y se fue para la casa de Camille, tardó unos minutos en llegar, cada segundo una eternidad. Tocó el timbre con impaciencia, el sonido estridente en el silencio de la noche, y le abrió Valeria, su rostro una mezcla de sorpresa y recelo.

—¿Qué hacés vos acá? —le preguntó a él, su voz fría y desconfiada.

—Vengo a decirle algo a Camille. —La voz de Rodrigo era una súplica.

Ella negó más de una vez, su rostro una máscara de dureza.

—Andate antes de que te vean.

—Por favor, mi mafia no hizo nada. Mi papá había arreglado las cosas con tu jefe hace ya bastante y él hizo todo lo contrario. ¡Él sabía lo que iba a pasar y no le importó una mierda! —Las palabras salieron atropelladamente, un grito de desesperación.

Valeria miró al chico, sus ojos escudriñando su alma, y negó. Le hizo una seña por detrás de la puerta a los chicos, una señal que Rodrigo no pudo descifrar, y Emiliano sonrió amplio, una sonrisa enigmática.

—¿Y cómo sé que no me estás mintiendo? —cuestionó Valeria, su voz cargada de escepticismo.

—Firmaron un papel hace mucho tiempo, cuando arreglaron las cosas dijeron para hacer un atraco juntos, firmaron un papel para que les traigan armas. —Rodrigo, con manos temblorosas, le dio el papel, el documento que podía cambiarlo todo.

Ella lo agarró, sus ojos repasando las líneas, el papel crujiendo suavemente en sus dedos, y miró todo, la sorpresa inundando su rostro.

A el papel lo encontró Rodrigo adentro del auto de camino a la casa de ella, tirado en el asiento del acompañante. Lo leyó y cada palabra era una revelación, un rompecabezas que se armaba, y entendió todo, la brutal verdad.



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En el texto hay: traicion, mafia, venganza

Editado: 30.05.2025

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