Sentado en la orilla de mi cama mientras me embriagaba de un amargo trago de melancolía como cada noche, recordaba antiguas vivencias como si el volver a sentir el dolor de alguna forma cambiara lo ocurrido o aliviara mi angustia.
Preguntándome el porqué, porqué haber nacido yo de esta forma, porqué Dios me ha hecho de esta forma tan extraña, tan ajena, condenándome a una vida desolada y de constante amargura.
Pues verá usted, soy un camaleón. Desde el día en que nací. Mi madre con ojos brillantes rebosando felicidad me miró el día en que nací, aunque ellos humanos y yo camaleón, ella aun me miró con ternura, me dio de comer, de beber, me dio cariño, me dio un hogar. Mas no un lugar.
Recuerdo mi niñez con una profunda añoranza, vivía de autores que parecían ser como yo, me encantaba pintar, incluso en la escuela, a los demás compañeros le gustaban mis poemas y mis dibujos e incluso los imitaban con cierta admiración; fuera de ella no parecía ser de la misma manera quizás porque mi apariencia verdosa no ayudaba, donde mis primitos con la inocencia que se tiene a esa edad no parecían de llevar esas miradas. Con el tiempo me hice aún mejor escritor y poeta, empecé a tener delirios o aspiraciones a vivir de aquello algún día, siempre iba emocionado hasta mi madre a mostrarle mis relatos, se los daba con ilusión y ella con una ligera sonrisa me decía - ¡Wow, realmente está bien yo creo que puedes llegar a algo, pero por favor no dejes los estudios ¿sí!?-. Y recuerdo que una mañana que me levanté bastante temprano a escribir y le mostré unos cuentos que había hecho a mi madre y exclamó "tienes talento", y mi padre que estaba sentado en el sillón respondió -el talento no paga-.
Desde que nací siempre había recibido crítica puesto que mi apariencia verdosa, mi cola larga y mis ojos saltones al llegar a las reuniones familiares hacían que las miradas llegaran hacia mí, dejándome un vacío enorme en el pecho, como si algo se hubiera quedado ahí, ocupado un espacio que no sabía cómo vaciar, como dije antes mis primos me daban algo de ánimo, pero las más desgarradoras eran las de mi padre que me miraba con cierta decepción y en casa, bastaba con derramar un un vaso de leche sobre la mesa, o romper algún objeto para recordarme a mis diez años de edad lo flojo, vago, desordenado y sucio que era.
Y aquí me encuentro como cada noche. Al borde de mi cama, bebiendo compulsivamente, mientras pienso, ¿Por qué? ¿Por qué Dios me ha dado esta forma? Pienso en todo lo que he sido y en todo lo que jamás podré ser. Escribí numerosos libros y tengo un título, y aun así... siempre hubo un espacio dentro de mí que nadie podía llenar. Un hueco verde, brillante y solitario, que me recuerda que nací distinto. Que nací para ser un camaleón en un mundo de humanos.
No puedo cambiar mi piel, mis ojos, mi cola, ni la manera en la que el mundo me mira. Y quizá eso es lo que me salva. Porque no seré humano. No pertenezco a su molde, ahora, aquí en esta habitación, me permito sentir algo que no es tristeza: me permito ser yo, extraño, ajeno... vivo.
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