Cuando Alejandro se sentaba frente a la mesa de póker, el ritmo de su corazón se sincronizaba con los sonidos de las apuestas que estaba dispuesto a hacer. En ese juego sentía la vida verdadera, pues cada mano de cartas representaba una nueva oportunidad de victoria, una nueva posibilidad de demostrarse a sí mismo que podía tomar el control de su existencia. Pero con ello venía también el miedo a perderlo todo. Comprendía que las apuestas siempre eran altas, no solo en el juego, sino también en su vida. La sensación de control que le proporcionaba el póker se volvía una ilusión, pues los pensamientos sobre la misteriosa chica que ocupaba su mente no le daban tregua.
Cada vez que colocaba fichas sobre la mesa, sus emociones se elevaban hasta el cielo, pero igual de rápido podían caer al abismo. Intentaba concentrarse en el juego, en las cartas que tenía frente a él, pero sus pensamientos siempre regresaban a ella. Si tan solo pudiera soltar esa obsesión, tal vez podría ganar no solo en el póker, sino también en la vida. Pero ella, como una sombra, lo perseguía, impidiéndole concentrarse en cualquier otra cosa.
El juego se convertía en una metáfora de su existencia. Se sentaba observando los rostros de los otros jugadores, que parecían tener todo bajo control. Su corazón estaba lleno de ansiedad, y cada ronda se transformaba en una prueba, no solo de sus habilidades, sino también de su estado mental. Alejandro intentaba controlar sus emociones, pero se desbordaban, al igual que sus pensamientos sobre la chica. Cada victoria le proporcionaba alegría, pero esta desaparecía tan rápido como llegaba, dejándolo con una sensación de vacío.
Durante la partida, se sorprendía a sí mismo reflexionando sobre cómo las apuestas en el póker reflejaban sus propias vivencias. ¿Valía la pena arriesgarlo todo por la posibilidad de obtener aquello que tanto deseaba? Pensaba en su obsesión por la chica, en cómo su imagen se había convertido en parte de su día a día. Cada triunfo le daba alegría, pero el pensamiento de que ella tal vez nunca estaría a su lado robaba esa felicidad. Alejandro sentía que, a pesar de todos sus esfuerzos, seguía atrapado en su propia red de emociones.
Cuando perdía, la ira y la frustración lo inundaban. Sentía cómo su lucha interna se intensificaba, afectando directamente su juego. Cada derrota era un golpe más a su autoestima, y comenzaba a dudar de sus propias capacidades. No podía permitirse perder, pues eso significaba no solo pérdidas económicas, sino también la pérdida de control sobre su vida. Sus pensamientos sobre la chica, que se había convertido en el símbolo de sus deseos inalcanzables, no le daban descanso.
Alejandro comprendía que el póker no era solo un juego; era un reflejo de su mundo interior. Cada carta que recibía, cada ficha que apostaba, formaba parte de su batalla personal. Intentaba encontrar una manera de manejar estas emociones, pero seguían persiguiéndolo. El póker se convertía en su vía de escape, pero también en un recordatorio de que no podía huir de sus sentimientos. Su obsesión por la chica se transformaba en un peso que intentaba soportar, pero solo intensificaba su conflicto interno.
Al final de cada partida, sin importar el resultado, Alejandro sentía que su vida permanecía en suspenso. Sabía que el póker le ofrecía una sensación de control, pero la verdadera batalla ocurría dentro de él. Con cada nueva ronda, trataba de hallar respuestas a las preguntas que lo atormentaban: ¿podrá alguna vez liberarse de esta carga? ¿Podrá encontrar la verdadera felicidad si no logra olvidarla? Estos pensamientos lo dejaban sumido en la confusión, recordándole que el póker era solo un juego, pero su vida era la realidad que debía enfrentar.