Alejandro estaba de pie en la parada de autobús, con la mirada fija en un horizonte borroso donde el cielo se fundía con la tierra. La lluvia caía, convirtiendo las calles sucias en charcos que reflejaban nubes grises. El frío se colaba bajo su chaqueta, pero el verdadero hielo estaba más adentro, en su corazón. Sus pensamientos regresaban una y otra vez a las deudas, que se acumulaban como una bola de nieve rodando cuesta abajo. Cada nuevo día se convertía en un desafío, en una nueva oportunidad para que los estafadores se aprovecharan de su vulnerabilidad.
Recordaba cómo, semanas atrás, lo habían invitado a una partida de póker. Al principio parecía una forma inofensiva de pasar el tiempo, de huir de la realidad. Pero el juego pronto se transformó en una trampa. En su intento desesperado por ganar dinero, Alejandro cayó en manos de estafadores que le prometieron ganancias fáciles. Ahora estaba endeudado, y esa sensación de callejón sin salida no hacía más que agravar su estado mental.
Con cada llamada telefónica, con cada mensaje de los acreedores, su corazón latía con más fuerza. Sentía cómo la presión aumentaba y su respiración se volvía pesada. En esos momentos pensaba en sus amigos, aquellos que antes lo apoyaban, pero que ahora parecían haberse alejado. Se reían de sus preocupaciones, diciendo que era solo una etapa, algo pasajero. Pero para él no era una broma. Era una realidad que lo estaba destruyendo.
Cuando finalmente se atrevió a llamar a Andrés, esperando encontrar apoyo, la voz de su amigo sonó fría y distante.
—Escucha, Alejandro, ¿estás bromeando? ¿Otra vez? —preguntó Andrés, con un tono que dejaba claro que no tomaba la situación en serio.
Alejandro sintió que algo se rompía dentro de él. ¿De verdad se había vuelto tan ridículo? ¿Ya no merecía compasión?
En el momento en que colgó el teléfono, comprendió que estaba completamente solo. Los amigos que antes estaban a su lado se habían convertido en una fuente más de dolor. No podía explicarles que sus deudas no eran solo un problema económico. Eran parte de su estado emocional, que se agravaba día tras día. Se sentía prisionero de su propia vida, y los estafadores que explotaban sus debilidades no hacían más que reforzar esa sensación de desesperanza.
Al día siguiente, Alejandro decidió reunirse con uno de los estafadores, con la esperanza de encontrar alguna solución. No sabía qué esperar, pero sentía que ya no podía seguir huyendo. En un pequeño café, donde habían acordado encontrarse, se sentó a una mesa, girando nerviosamente la taza de café entre las manos. El hombre que llegó parecía seguro de sí mismo, con una sonrisa que recordaba al placer de un depredador.
—Siempre hay una salida, Alejandro —dijo, guiñándole un ojo con astucia.
Esas palabras sonaron como una amenaza, y Alejandro sintió que su corazón se desbocaba. Sabía que había caído en una trampa, pero también sentía que no tenía otra opción. Sus problemas financieros se volvían cada vez más graves, y no veía una salida. Ese momento marcó un punto de quiebre en su vida: comprendió que los estafadores no solo se aprovechaban de su fragilidad, sino que también estaban afectando profundamente su estado psicológico.
Al regresar a casa, Alejandro se dejó caer en el sofá, rodeado por un silencio ensordecedor. Sentía cómo la oscuridad lo envolvía, sin ofrecerle una salida. Sus pensamientos revoloteaban como mariposas incapaces de encontrar la luz. Intentó buscar apoyo en sus amigos, pero cada vez que hablaba de sus problemas, ellos se reían, viéndolo como alguien débil. Eso solo profundizaba su aislamiento, y sentía que se hundía en un océano de miedos.
En ese momento, Alejandro comprendió que debía encontrar una manera de resolver sus problemas por sí mismo. Ya no podía depender de los demás. Tenía que tomar su vida en sus propias manos, pero ¿cómo? Esa pregunta quedó sin respuesta, mientras la sensación de desesperanza lo consumía por completo.